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sábado, 31 de diciembre de 2011

¿ESTÁ GOOGLE VOLVIÉNDONOS MÁS ESTÚPIDOS?. Por Nicholas Carr


“¡Dave, no, por favor no, no hagas eso! ¡Para, Dave, por favor, no hagas eso!”, son las últimas palabras suplicantes que el supercomputador HAL le dirige al implacable astronauta Dave Bowman en aquella famosa, extraña y conmovedora escena hacia el final de la película 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Bowman (que acaba de escapar por un pelo de una muerte casi segura en el espacio profundo por culpa del computador defectuoso) con toda la tranquilidad y frialdad del mundo desconecta los circuitos de la memoria que controlan el cerebro artificial del aparato. “Dave, se me va la mente…, se me va”, dice HAL. “Siento que la mente se me va…”.

NIcholas Carr: ¿Nos estamos volviendo más estúpidos con Google?
Yo también. Durante los últimos años he tenido la incómoda sensación de que alguien (o algo) ha estado cacharreando con mi cerebro, rehaciendo la cartografía de mis circuitos neuronales, reprogramando mi memoria. No es que ya no pueda pensar (por lo menos hasta donde me doy cuenta), pero algo está cambiando. Ya no pienso como antes. Lo siento de manera muy acentuada cuando leo. Sumirme en un libro o un artículo largo solía ser una cosa fácil. La mera narrativa o los giros de los acontecimientos cautivaban mi mente y pasaba horas paseando por largos pasajes de prosa. Sin embargo, eso ya no me ocurre. Resulta que ahora, por el contrario, mi concentración se pierde tras leer apenas dos o tres páginas. Me pongo inquieto, pierdo el hilo, comienzo a buscar otra cosa que hacer. Es como si tuviera que forzar mi mente divagadora a volver sobre el texto. En dos palabras, la lectura profunda, que solía ser fácil, se ha vuelto una lucha.

Y creo saber qué es lo que está ocurriendo. A estas alturas, llevo ya más de una década pasando mucho tiempo en línea, haciendo búsquedas y navegando, incluso, algunas veces, agregando material a las enormes bases de datos de internet. Como escritor, la red me ha caído del cielo. El trabajo de investigación, que antes me tomaba dias inmerso en las secciones de publicaciones periódicas de las bibliotecas, ahora se puede hacer en cuestión de minutos. Un par de búsquedas en Google, un par de clics sobre los enlaces, y ya dispongo del hecho revelador o de la cita exacta que necesitaba. Incluso cuando no estoy trabajando, lo más probable es que esté explorando entre los matorrales de información de la red, leyendo y contestando correos electrónicos, escaneando titulares y blogs, mirando videos y oyendo podcasts, o simplemente saltando de enlace en enlace. (A diferencia de las notas de pie de página, a las que a veces se les compara, los hiperenlaces no se limitan a sugerir obras pertinentes; nos catapultan sobre ellas.)

Para mí, como para muchos otros, la red se está convirtiendo en un medio universal, en el canal a través del cual me llega la mayor parte de la información visual y auditiva que se asienta en mi mente. Las ventajas de un acceso tan instantáneo a esa increíble y rica reserva de información son muchísimas, y ya han sido debidamente descritas y aplaudidas. “Tener una memoria artificial perfecta”, señaló Clive Thompson en la revista en línea Wired, “puede llegar a ser de gran utilidad en el proceso del pensamiento”. Pero tal ayuda tiene su precio. Como subrayó en la década del 60 el teórico de los medios de comunicación Marshall McLuhan, los medios no son meros canales pasivos por donde fluye información. Cierto, se encargan de suministrar los insumos del pensamiento, pero también configuran el proceso de pensamiento. Y lo que la red parece estar haciendo, por lo menos en mi caso, es socavar poco a poco mi capacidad de concentración y contemplación. Mi mente ahora espera asimilar información de la misma manera como la red la distribuye: en un vertiginoso flujo de partículas. Alguna vez fui buzo y me sumergía en océanos de palabras. Hoy en día sobrevuelo a ras sus aguas como en una moto acuática.

Y no soy el único. Cuando comparto mis problemas con la lectura entre amigos y conocidos, casi todos con inclinaciones literarias, muchos confiesan que les pasa lo mismo. Mientras más usan la red, más trabajo les cuesta permanecer concentrados cuando se trata de textos largos. Algunos de los bloggers que leo con regularidad también han empezado a mencionar el fenómeno. Scott Karp, quien escribe un blog sobre periodismo en línea confesó hace poco haber abandonado del todo la lectura de libros. “En la universidad me gradué en literatura y solía ser un lector voraz de libros”, escribe. “¿Qué ocurrió”? , se pregunta, y aventura una respuesta: “¿Qué tal que hoy en día todas mis lecturas las haga en la red no tanto porque haya cambiado mi manera de leer, es decir, por comodidad y conveniencia, sino porque cambió mi manera de pensar?”.

Bruce Friedman escribe con regularidad un blog sobre el uso de computadores en medicina y también ha señalado cómo internet ha afectado sus hábitos mentales. “He perdido casi completamente la capacidad de leer y asimilar un texto largo en la red o incluso impreso”, escribió hace unos meses. Docente de patología de vieja data en la Escuela de Medicina de la Universidad de Michigan, Friedman se extendió un poco más en una conversación telefónica que sostuvo conmigo. Su manera de pensar, dijo, ha adquirido una cualidad entrecortada, como de staccato, que a su vez es reflejo de la manera como escanea apartes cortos de texto de muchísimas fuentes en línea. “Ya no sería capaz de leer Guerra y paz”, admitió. “Perdí la capacidad para hacerlo. Es más, tengo dificultades a la hora de absorber un blog de más de tres o cuatro párrafos. Empiezo a leerlo en diagonal”.

Sin embargo, un par de anécdotas no prueban nada. Podemos seguir esperando los experimentos neurológicos y psicológicos que nos den un panorama más claro y definitivo sobre cómo el uso de la internet afecta la cognición. Con todo, un trabajo publicado sobre los hábitos investigativos en línea, realizado por académicos de University College de Londres, sugiere que bien podemos encontrarnos en medio de un mar de cambios en lo que concierne a la manera como leemos y pensamos. Como parte de un programa de investigación de cinco años, los académicos analizaron el comportamiento en línea de los visitantes de dos muy conocidos portales investigativos: uno, operado por la British Library, el otro, por un consorcio pedagógico del Reino Unido, portales que ofrecen acceso a artículos de publicaciones periódicas, libros electrónicos y otras fuentes de información textual. Encontraron que la gente que utilizaba los portales evidenciaba “una actividad similar a la que ocurre cuando se lee por encima…”, saltando de una fuente a otra y rara vez volviendo sobre una de las fuentes ya consultadas. Por lo general, los usuarios no leían más de una o dos páginas de un artículo o un libro antes de brincar a otra página. Algunas veces seleccionaban y descargaban un artículo largo, pero no se puede saber si volvieron sobre el texto y en efecto lo leyeron. Los autores de la investigación informan:

“Es evidente que los usuarios, cuando leen en línea, no lo están haciendo en el sentido tradicional del término; es más, hay indicios de que nuevas formas de ‘lectura’ están surgiendo en la misma medida que los usuarios examinan horizontalmente, a golpes de vista, títulos, tablas de contenido y resúmenes, en busca de resultados rápidos. Casi pareciera que entran en línea para evitar leer en el sentido convencional de la palabra”.

Gracias a la omnipresencia del texto en internet, por no hablar de la popularidad de los mensajes escritos en los teléfonos celulares, es probable que hoy estemos leyendo cuantitativamente más de lo que leíamos en las décadas del 70 y 80 del siglo pasado, cuando la televisión era nuestro medio predilecto. Pero, sea lo que sea, se trata de otra forma de leer, y detrás subyace otra forma de pensar… Quizás incluso, una nueva manera de ser. “No sólo somos lo que leemos”, dice Maryanne Wolf, psicóloga del desarrollo en la Universidad de Tufts y autora de Proust and the Squid: The Story and Science of the Reading Brain [Proust y el calamar: Historia y ciencia del cerebro lector]. A Wolf le preocupa que el tipo de lectura que promueve la red, un modo de leer que da prioridad a la eficacia y la inmediatez sobre cualquier otra cosa, bien puede estar debilitando nuestra capacidad para ese otro tipo de lectura en profundidad que surgió cuando una tecnología remota, la imprenta, logró convertir largas y complejas obras escritas en prosa en objetos comunes. Cuando leemos en línea, dice, tendemos a convertirnos en “meros decodificadores de información”. Nuestra capacidad para interpretar un texto, para ejecutar las conexiones mentales que se constituyen cuando leemos en profundidad y sin distracciones, cuando leemos en línea, repito, se desconecta en buena parte.

Leer, dice Wolf, no es una habilidad innata en el ser humano. No está grabada en nuestros genes como sí lo está la facultad del habla. Tenemos que enseñarle a nuestra mente a traducir los caracteres simbólicos que ven nuestros ojos a un lenguaje que podemos entender. Y los medios y otras tecnologías que usamos para aprender y practicar el arte de leer juegan un papel importante en la configuración de los circuitos neuronales de nuestros cerebros. Varios experimentos han demostrado que quienes leen ideogramas, como los chinos, desarrollan sistemas de circuitos mentales para leer muy distintos a los que se encuentran entre quienes, como nosotros, tenemos un lenguaje escrito que recurre a un alfabeto. Y tales variantes se extienden a lo largo y ancho de muchas regiones del cerebro, incluyendo aquellas que gobiernan funciones cognitivas tan esenciales como la memoria y la interpretación de estímulos visuales y auditivos. Cabe esperar, por tanto, que los circuitos que se tejen al usar la red serán distintos de aquellos que se entretejen al leer libros y otros trabajos impresos.

Cerebros como computadores

El cerebro humano es casi infinitamente maleable. La gente solía pensar que nuestro tejido mental, esa compacta red de conexiones conformadas por cerca de 100.000 millones de neuronas dentro de nuestro cráneo, estaba ya en buena medida consolidada y fija para cuando alcanzáramos la edad adulta. Sin embargo, estudiosos del cerebro han encontrado que ese no es el caso. James Olds, profesor de Neurociencia y director del Instituto Krasnow para Ciencias avanzadas en George Mason University, dice que incluso la mente adulta es “muy plástica”. “El cerebro —según Olds— tiene la capacidad de reprogramarse por sí mismo al vuelo, y alterar por tanto su manera de funcionar”.

Cuando recurrimos a lo que el sociólogo Daniel Bell llama nuestras “tecnologías intelectuales”, es decir, aquellas herramientas que amplían nuestras habilidades mentales antes que las físicas, de manera ineludible empezamos a adoptar las cualidades de tales tecnologías. El reloj mecánico, que entró a ser de uso común durante el siglo XIV, constituye un ejemplo contundente. En su libroTechnics and Civilization [Técnicas y civilización], el historiador y crítico Lewis Mumford describe cómo el reloj “disoció o desvinculó el tiempo del acaecer humano y contribuyó a generar la creencia en un mundo independiente de secuencias matemáticamente mensurables”. Así, el “marco general abstracto de un tiempo dividido” se convirtió en “el punto de referencia tanto para la acción como para el pensamiento”.

El tic-tac metódico del reloj contribuyó al surgimiento de la mente y el hombre científico. Pero también nos despojó de algo. Como observó el fallecido científico en informática del MIT, Joseph Weizenbaum, en su libro de 1976, Computer Power and Human Reason: From Judgment to Calculation [El poder del computador y la razón humana: del juicio al cálculo], la concepción del mundo que surgió a partir del uso extendido de instrumentos que miden el tiempo, “sigue siendo una versión empobrecida de la concepción más antigua, ya que descansa sobre la negación de todas aquellas experiencias directas que eran la base, la esencia misma de la vieja realidad”. Al optar por decidir a qué hora comer, trabajar, dormir y levantarnos, dejamos de escuchar a nuestro cuerpo y empezamos a obedecer al reloj.

El proceso de adaptación a las nuevas tecnologías intelectuales se refleja en las cambiantes metáforas a las que recurrimos para explicarnos a nosotros mismos. Con la llegada del reloj mecánico, la gente empezó a pensar que sus cerebros funcionaban “como un reloj”. Hoy, en la edad del software, hemos empezado a pensar en el cerebro como un aparato que funciona “como un computador”. Pero los cambios, nos advierte la neurociencia, van mucho más allá de la mera metáfora. Gracias precisamente a la plasticidad de nuestro cerebro, la adaptación también ocurre a nivel biológico.

Internet promete llegar a tener efectos de largo alcance sobre la cognición. En un ensayo publicado en 1936, el matemático británico Alan Turing comprobó que un computador digital, que por entonces sólo existía como máquina teórica, podría programarse de manera que cumpliera las funciones de cualquier artefacto capaz de procesar información. Y eso es lo que estamos viendo hoy. Internet, un sistema informático muy poderoso, está subyugando la mayoría de todas nuestras otras tecnologías intelectuales. Se está convirtiendo en nuestro mapa y reloj, nuestra imprenta y máquina de escribir, nuestra calculadora y nuestro teléfono, nuestra radio y televisión.

Cuando la red absorbe un medio, dicho medio se recrea a imagen y semejanza de la red. Inyecta el contenido del medio a través de hipervínculos, anuncios parpadeantes y otras baratijas digitales, rodeando así el contenido con el contenido de todos los otros medios que ha absorbido. Un nuevo correo electrónico, por ejemplo, puede anunciar su llegada mientras ojeamos los últimos titulares en el portal de un diario. Y el resultado es que dispersa nuestra atención y disipa nuestra concentración.

Y la influencia de la red no termina en los márgenes de la pantalla, tampoco. Al tiempo que nuestras mentes se ponen en sintonía con la enloquecedora colcha de retazos que es internet, los medios tradicionales se ven obligados a adaptarse a las nuevas expectativas de la audiencia. Los programas de televisión agregan textos y anuncios móviles, y revistas y periódicos reducen la longitud de sus artículos, introducen resúmenes encapsulados y atiborran sus páginas con trocitos fragmentarios de información fáciles de ojear a la ligera. Cuando, en marzo de este año, The New York Times optó por dedicar la segunda y tercera páginas de todas sus ediciones diarias a resúmenes de artículos interiores, su director de diseño, Tom Bodkin, explicó que dichos “atajos” le brindaban al lector agobiado por la prisa una “degustación” rápida de las noticias del día, evitándole así el “menos eficaz” método de en efecto pasar unas cuantas páginas y leer los artículos enteros. Los viejos medios no tienen más remedio que jugar siguiendo las reglas de los nuevos medios.

Nunca antes un sistema de comunicación ha desempeñado tantos papeles en nuestra vida —o influido tanto en nuestra manera de pensar— como lo hace hoy por hoy internet. Con todo, y a pesar de lo mucho que se ha escrito sobre la red, muy poco se ha ponderado el asunto de cómo nos está reprogramando. La ética intelectual de la red es poco clara. (…)

¿Inteligencia artificial?

Las oficinas centrales de Google, en Mountain View, California —el Googleplex— es la catedral de internet, y la religión que practican tras sus muros, el taylorismo (Taylor en su célebre tratado de 1911, The Principles of Scientific Management [Los principios de la administración científica], quería identificar y adoptar, para cada tarea, el “mejor y único método” de trabajo para maximizar la eficiencia y velocidad de cada operación manual de un obrero en la fábrica”). Google, dice su presidente ejecutivo, Eric Schmidt, es “una compañía fundada en torno a la ciencia de la medición”, y pretende llegar a “sistematizar todo” lo que hace. A partir de los terabits (mil millones de bits) de información conductual que recoge a través de su buscador y otros portales, realiza miles de experimentos diarios, según el Harvard Business Review, y utiliza los resultados para pulir los algoritmos que cada vez controlan más la manera como la gente encuentra información y extrae o le da sentido a la misma. Lo que Taylor hizo para el trabajo manual, Google lo está haciendo para el trabajo de la mente.

La compañía ha declarado que su misión es “organizar toda la información del mundo y hacerla universalmente accesible y útil”. Pretende desarrollar “el buscador perfecto”, el cual define como una cosa capaz de “entender de manera exacta qué queremos decir y darnos de vuelta exactamente lo que queremos”. Para Google, la información es una especie de materia prima, un recurso utilitarista que puede explotarse y procesarse con eficacia industrial. A mayor número de fragmentos de información a los que podamos acceder y a la mayor rapidez con la que podamos extraer su esencia, más productivos seremos en tanto pensadores.

¿Y dónde termina todo esto? Sergey Brin y Larry Page, los talentosos jóvenes que fundaron Google mientras terminaban sus doctorados en ciencias informáticas en Stanford, hablan con frecuencia de su deseo de convertir su buscador en una inteligencia artificial, una especie de máquina a lo HAL, que pueda conectarse a nuestro cerebro. “El buscador último, supremo, el no va más de los buscadores, sería algo como la gente inteligente… o quizá más inteligente”, dijo Page en una alocución hace un par de años. “Para nosotros, trabajar en la búsqueda es una manera de trabajar en la inteligencia artificial”. En una entrevista en 2004 para Newsweek, Brin dijo: “Con seguridad que si tuviéramos toda la información del mundo directamente conectada a nuestro cerebro o a un cerebro artificial más inteligente que el nuestro, estaríamos mejor”. El año pasado, Page dijo en un congreso de científicos que Google “está intentando construir una inteligencia artificial y hacerlo a gran escala”.

Tal ambición es natural, incluso admirable, para un par de matemáticos prodigio con mucho dinero a su disposición y un pequeño ejército de informáticos como empleados. Google, un empeño esencialmente científico, está sobre todo motivado por el deseo de utilizar la tecnología, en palabras de Eric Schmidt, “para resolver problemas que nunca antes han sido resueltos” y la inteligencia artificial es ciertamente el más difícil de los problemas que quedan por resolver en ese campo. ¿Por qué demonios no querrían Brin y Page ser quienes lo descifren?

Con todo, su suposición más bien facilista de que “todos estaríamos mejor” si nuestro cerebro tuviera un complemento, o incluso si fuera reemplazado del todo por una inteligencia artificial, resulta inquietante. Sugiere (o propone), algo como creer que la inteligencia es el producto de un proceso mecánico, una serie de pasos discretos que pueden ser aislados, medidos y optimizados. En el mundo de Google, el mundo al que accedemos cuando entramos en línea, hay poco espacio para la opacidad de la contemplación. Allí, la ambigüedad no constituye un umbral para el conocimiento y la intuición sino que se convierte en un virus que debe ser remediado. El cerebro humano no es más que un computador obsoleto que necesita un procesador más rápido y un disco duro más grande.

La idea de que nuestra mente debiera operar como una máquina-procesadora-de-datos-de-alta-velocidad no solo está incorporada al funcionamiento de internet, sino que al mismo tiempo se trata del modelo empresarial imperante de la red. A mayor velocidad con la que navegamos en la red, a mayor número de enlaces sobre los que hacemos clic y el número de páginas que visitamos, mayores las oportunidades que Google y otras compañías tienen para recoger información sobre nosotros y nutrirnos con anuncios publicitarios. La mayoría de los propietarios de internet comercial tienen suficientes intereses económicos en juego como para tomarse la molestia de recoger las migas de datos que vamos dejando como un rastro al tiempo que saltamos de enlace en enlace: mientras más migas, mejor. Lo último que estas empresas quisieran es alentarnos a leer a gusto y a nuestras anchas o invitarnos a lenta y concienzuda reflexión. Para bien de sus intereses económicos, les conviene distraernos a como dé lugar.

Quizá soy un exagerado: después de todo, así como se da la tendencia a glorificar a ultranza el progreso tecnológico, también se da la contra-tendencia a esperar lo peor de cada nueva herramienta o máquina. En el Fedro, de Platón, Sócrates lamenta el desarrollo de la escritura. Temía que, a medida que la gente empezara a confiar y depender de la palabra escrita como sustituto del conocimiento que solía tener en su cabeza, así mismo, en palabras de uno de los personajes del diálogo, “dejarían de ejercitar la memoria y pronto se tornarían olvidadizos”. Y debido a que, por lo tanto, estarían en capacidad de “recibir una buena cantidad de información sin la debida instrucción”, los susodichos “se considerarían muy entendidos siendo en el fondo ignorantes”. Es decir, “serían seres llenos de presunción de sabiduría en vez de seres poseedores de sabiduría auténtica”. Sócrates no estaba equivocado: la nueva tecnología sí tuvo a menudo los efectos que él temía. Pero fue un poco miope: no pudo anticipar las muchas maneras en las que la escritura y la lectura contribuirían a la divulgación de información, a propagar nuevas ideas y a extender el conocimiento humano (si bien no necesariamente la sabiduría).

La llegada de la imprenta de Gutenberg en el siglo XV, desató otra ronda de pánico. Al humanista italiano Hieronimo Squarciafico le preocupaba que el fácil acceso a los libros condujese a la pereza intelectual e hiciese que los hombres “estudiasen menos” debilitando así sus facultades mentales. Otros alegaban que los libros y pasquines impresos y baratos minarían la autoridad religiosa, mancillarían el trabajo de estudiosos y escribas, y propagarían la sedición y el libertinaje. Una vez más, como señala el profesor Clay Shirky de la Universidad de Nueva York, “la mayoría de los argumentos en contra de la imprenta fueron acertados, incluso clarividentes”. Pero, una vez más, también, los profetas del juicio final no fueron capaces de ver ni imaginar la miríada de bendiciones que la palabra impresa iba a repartir y suministrar.

De manera que sí, más vale mostrarse escéptico con mi escepticismo. Quizá quienes hoy desestiman a los críticos de internet como nostálgicos, terminen por tener la razón y así, a partir de nuestras hiperactivas mentes saturadas de datos, tal vez surja una nueva edad dorada de descubrimiento intelectual y sabiduría universal. Con todo, repito una vez más, la red no es el alfabeto y, aunque quizá reemplace a la imprenta, igual produce algo completamente distinto. El tipo de lectura en profundidad que se promueve mediante una secuencia de páginas impresas es valiosa no solo por el conocimiento que adquirimos de las palabras del autor sino por las vibraciones y resonancias intelectuales que tales palabras desencadenan dentro de nuestra mente. En los silenciosos espacios que la sostenida y concentrada lectura de un libro (o cualquier otra forma de contemplación, para el caso) abre, posibilita, allí hacemos nuestras personales asociaciones, sacamos nuestras propias conclusiones, hacemos nuestras propias analogías, promovemos nuestras propias ideas. La lectura profunda, como alega Maryanne Wolf, no se puede distinguir del pensamiento profundo.

Si perdemos esos espacios de silencio y sosiego o si los llenamos de “contenido”, estaremos sacrificando algo muy importante no solo para nosotros mismos sino para nuestra cultura. En un ensayo reciente, el dramaturgo Richard Foreman señala con elocuencia lo que está en juego: “Vengo de una tradición de la cultura occidental en la que el ideal (mi ideal) era la compleja, compacta y catedralicia estructura de una personalidad muy culta y bien articulada: un hombre o una mujer que cargaba dentro de sí una versión única y personalmente elaborada de todo el patrimonio cultural de Occidente. Pero ahora veo dentro de todos nosotros (yo incluido) la sustitución de dicha compleja densidad interior por una nueva forma de ser uno mismo, que evoluciona bajo la presión de una sobrecarga de información y de la tecnología de lo “instantáneamente asequible”.

A medida que nos vaciamos de nuestro “compacto repertorio interior de herencia cultural”, concluye Foreman, corremos el riesgo de convertirnos en “‘gente plana y achatada como pancakes gracias a nuestro esfuerzo por conectar más y más con aquella vasta red de información a la que accedemos apenas tocando un botón”.

Aquella escena de 2001 no me abandona, me ronda. Y lo que la hace tan conmovedora y tan extraña es la emotiva reacción del computador ante el desmantelamiento de su mente, su entendimiento: su desesperación a medida que circuito tras circuito va cayendo en la oscuridad, su desconsolada súplica infantil al astronauta: “Lo estoy sintiendo. Tengo miedo” y su final regresión a lo que no podemos menos que llamar un estado de inocencia. La profusa e intensa emanación de emociones de HAL contrasta con la fría insensibilidad que caracteriza a los personajes humanos de la película, quienes cumplen con sus asuntos casi se diría que con robótica eficiencia. Sus pensamientos y actos parecen preparados de antemano, como si siguieran los pasos de un algoritmo. En el universo de 2001, la gente se ha hecho tan parecida a las máquinas, que el personaje más humano termina siendo una máquina. He ahí la esencia de la oscura profecía de Kubrick: en tanto empezamos a depender de los computadores para entender el mundo, es nuestra propia inteligencia la que se achata convirtiéndose en inteligencia artificial.

Copyright 2008 The Atlantic Monthly Group. Distribuido por Tribune Media Services.

Traducción: Juan Manuel Pombo

SOBRE EL ESTUDIAR Y EL ESTUDIANTE. Por José Ortega y Gasset


I: La imposición del estudiar

Espero que durante este curso entiendan ustedes perfectamente la primera frase que después de esta inicial voy a pronunciar. La frase es ésta: vamos a estudiar Metafísica, y eso que vamos a hacer es, por lo pronto, una falsedad. La cosa es, a primera vista, estupefaciente, pero el estupor que produzca no quita a la frase la dosis que tenga de verdad.

Ortega y Gasset: estudiar es contradictorio y falso
En esa frase -nótenlo ustedes- no se dice que la Metafísica sea una falsedad; ésta se atribuye no a la Metafísica, sino a que nos pongamos a estudiarla. No se trata, pues, de la falsedad de uno o muchos pensamientos nuestros, sino de la falsedad de un nuestro hacer -de lo que ahora vamos a hacer: estudiar una disciplina. Porque lo afirmado por mí vale no sólo para la Metafísica, si bien vale eminentemente para ella. Según esto, en general, estudiar seria una falsedad.

No parece que frase tal y tesis semejante sean las más oportunas para ser dichas por un profesor a sus discípulos, sobre todo al comienzo de un curso. Se dirá que equivalen a recomendar la ausencia, la fuga, que se vayan, que no vuelvan. Eso ya lo veremos: veremos si ustedes se van, si no vuelven porque yo he comenzado enunciando tamaña enormidad pedagógica.

Tal vez acontezca lo contrario -que esa inaudita afirmación les interese. Entre que pasa lo uno o lo otro -que ustedes resuelvan irse o resuelvan quedarse-, yo voy a aclarar su significado.

No he dicho que estudiar sea sólo una falsedad; es posible que contenga facetas, lados, ingredientes que no sean falsos, pero me basta con que alguna de las facetas, lados o ingredientes constitutivos del estudiar sea falso para que mi enunciado posea su verdad. Ahora bien: esto último me parece indiscutible. Por una sencilla razón.

Las disciplinas, sea la Metafísica o la Geometría, existen, están ahí porque unos hombres las crearon merced a un rudo esfuerzo, y si emplearon éste fue porque necesitaban aquellas disciplinas, porque las habían menester. Las verdades que ellas contengan fueron encontradas originariamente por un hombre y luego repensadas o reencontradas por otros que acumularon su esfuerzo al del primero. Pero si las encontraron es que las buscaron, y si las buscaron es que las habían menester, que no podían, por unos u otros motivos, prescindir de ellas. Y si no las hubieran encontrado habrían considerado fracasadas sus vidas. Si, viceversa, encontraron lo que buscaban, es evidente que eso que encontraron se adecuaba a la necesidad que sentían.

Esto, que es perogrullesco, es, sin embargo, muy importante. Decimos que hemos encontrado una verdad cuando hemos hallado un cierto pensamiento que satisface una necesidad intelectual previamente sentida por nosotros. Si no nos sentimos menesterosos de ese pensamiento, éste no será para nosotros una verdad. Verdad es, por lo tanto a aquello que aquieta una inquietud de nuestra inteligencia. Sin esta inquietud no cabe aquél aquietamiento. Parejamente decimos que hemos encontrado la llave cuando hemos hallado un preciso objeto que nos sirve para abrir un armario, cuya apertura nos es menester. La precisa busca se calma en el preciso hallazgo: éste es función de aquélla.

Generalizando la expresión, tendremos que una verdad no existe propiamente sino para quien la ha menester; que una ciencia no es tal ciencia sino para quien la busca afanoso; en fin, que la Metafísica no es Metafísica sino para quien la necesita.

Para quien no la necesita, para quien no la busca, la Metafísica es una serie de palabras, o si se quiere de ideas, que aunque se crea haberlas entendido una a una, carecen, en definitiva, de sentido, esto es: que para entender verdaderamente algo, y sobre todo la Metafísica, no hace falta tener eso que se llama talento ni poseer grandes sabidurías previas -lo que, en cambio, hace falta es una condición elemental, pero fundamental: lo que hace falta es necesitarlo.

Mas hay formas diversas de necesidad, de menesterosidad. Si alguien me obliga inexorablemente a hacer algo, yo lo haré necesariamente, y, sin embargo, la necesidad de este hacer mío no es mía, no ha surgido en mí, sino que me es impuesta desde fuera. Yo siento, por ejemplo, la necesidad de pasear, y esta necesidad es mía, brota en mí -lo cual no quiere decir que sea un capricho ni un gusto, no; a fuer de necesidad, tiene un carácter de imposición y no se origina en mi albedrío, pero me es impuesta desde dentro de mi ser; la siento, en efecto, como necesidad mía.

Mas cuando al salir yo de paseo el guardia de la circulación me obliga a seguir una cierta ruta, me encuentro con otra necesidad, pero que ya no es mía, sino que me viene impuesta del exterior, y ante ello lo más que puedo hacer es convencerme por reflexión de sus ventajas, y en vista de ello aceptarla.

Pero aceptar una necesidad, reconocerla, no es sentirla, sentirla inmediatamente como tal necesidad mía –es más bien una necesidad de las cosas, que de ellas me llega, forastera, extraña a mí. La llamaremos necesidad mediata frente a la inmediata, a la que siento, en, efecto, como tal necesidad, nacida en mí, con sus raíces en mí, indígena, autóctona, auténtica.

Hay una expresión de San Francisco de Asís donde ambas. formas de necesidad aparecen sutilmente, contrapuestas. San Francisco solía decir: “Yo necesito poco, y ese poco lo necesito muy poco”. En la primera parte de la frase, San Francisco alude a las necesidades exteriores o mediatas; en la segunda, a las íntimas, auténticas e inmediatas.

San Francisco necesitaba, como todo viviente, comer para vivir, pero en él esta necesidad exterior era muy escasa -esto es, materialmente necesitaba comer poco para vivir. Pero además, su actitud íntima era que no sentía gran necesidad de vivir, que sentía muy poco apego efectivo a la vida y, en consecuencia, sentía muy poca. necesidad íntima de la externa necesidad de comer.

Ahora bien: cuando el hombre se ve obligado a aceptar una necesidad externa, mediata, se encuentra en una situación equívoca, bivalente; porque equivale a que se le invitase a hacer suya -esto significa aceptar- una necesidad que no es suya. Tiene, quiera o no, que comportarse como si fuese suya -se le invita, pues, a una ficción, a una falsedad. Y aunque el hombre ponga toda su buena voluntad para lograr sentirla como suya, no está dicho que lo logre, no es ni siquiera probable.

Hecha esta aclaración, fijémonos en cuál es la situación normal del hombre que se llama estudiar, si usamos sobre todo este vocablo en el sentido que tiene como estudio del estudiante -o, lo que es lo mismo, preguntémonos qué es el estudiante como tal. Y es el caso que nos encontramos con algo tan estupefaciente como la escandalosa frase con que yo he iniciado este curso.

Nos encontramos con que el estudiante es un ser humano, masculino o femenino, a quien la vida le impone la necesidad de estudiar las ciencias de las cuales él no ha sentido inmediata, auténtica necesidad. Si dejamos a un lado casos excepcionales, reconoceremos que en el mejor caso siente el estudiante una necesidad sincera, pero vaga, de estudiar “algo”, así in genere, de “saber”, de instruirse. Pero la vaguedad de este afán declara su escasa autenticidad. Es evidente que un estado tal de espíritu no ha llevado nunca a crear ningún saber -porque éste es siempre concreto, es saber precisamente esto o precisamente aquello, y según la ley, que ha poco insinuaba yo, de la funcionalidad entre buscar y encontrar, entre necesidad y satisfacción, los que crearon un saber es que sintieron, no el vago afán de saber, sino el concretísimo de averiguar tal determinada cosa.

Esto revela que aun en el mejor caso -y salvas, repito, las excepciones-, el deseo de saber que pueda sentir el buen estudiante es por completo heterogéneo, tal vez antagónico del estado de espíritu que llevó a crear el saber mismo. Y es que, en efecto, la situación del estudiante ante la ciencia es opuesta a la que ante ésta tuvo su creador. Éste no se encontró primero con ella y luego sintió la necesidad de poseerla, sino que primero sintió una necesidad vital y no científica y ella le llevó a buscar su satisfacción, y al encontrarla en unas ciertas ideas resultó que éstas eran la ciencia.

En cambio, el estudiante se encuentra, desde luego, con la ciencia ya hecha, como una serranía que se levanta ante él y le cierra su camino vital. En el mejor caso, repito, la serranía de la ciencia le gusta, le atrae, le parece bonita, le promete triunfos en la vida. Pero nada de esto tiene que ver con a necesidad auténtica que lleva a crear la ciencia. La prueba de ello está en que ese deseo general de saber es incapaz de concretarse por si mismo en el deseo estricto de un saber determinado. Aparte, repito, de que no es un deseo lo que lleva propiamente al saber, sino una necesidad. El deseo no existe si previamente no existe la cosa deseada -ya sea en la realidad, ya sea, por lo menos, en la imaginación. Lo que por completo no existe aún, no puede provocar el deseo. Nuestros deseos se disparan al contacto de lo que ya está ahí. En cambio, la necesidad auténtica existe sin que tenga que preexistir ni siquiera en la imaginación aquello que podría satisfacerla. Se necesita precisamente lo que no se tiene, lo que falta, lo que no hay, y la necesidad, el menester, son tanto más estrictamente tales cuanto menos se tenga, cuanto menos haya lo que se necesita, lo que se ha menester.

Para ver esto con plena claridad no es preciso que salgamos de nuestro tema -basta con comparar el modo de acercarse a la ciencia ya hecha, el que sólo va a estudiarla y el que siente auténtica, sincera necesidad de ella. Aquél tenderá a no hacerse cuestión del contenido de la ciencia, a no criticaría; al contrario, tenderá a reconfortarse pensando que ese contenido de la ciencia ya hecha tiene un valor definitivo, es la pura verdad. Lo que busca es simplemente asimilársela tal y como está ya ahí. En cambio, el menesteroso de una ciencia, el que siente la profunda necesidad de la verdad, se acercará cauteloso al saber ya hecho, lleno de suspicacias, sometiéndolo a crítica; más bien con el prejuicio de que no es verdad lo que libro sostiene; en suma, precisamente porque necesita un saber con radical angustia, pensará que no lo hay y procurará deshacer el que se presenta como ya hecho.

Hombres así son los que constantemente corrigen, renuevan, recrean la ciencia. Pero eso no es lo que en su sentido normal significa el estudiar del estudiante. Si la ciencia no estuviese ya ahí, el buen estudiante no sentiría la necesidad de ella, es decir, que no sería estudiante. Por tanto, se trata de una necesidad externa que le es impuesta. Al colocar al hombre en la situación de estudiante se le obliga a hacer algo falso, a fingir que siente una necesidad que no siente.

II: Estudiar es constitutivamente contradictorio y falso.

Pero a esto se opondrán algunas objeciones. Se dirá, por ejemplo, que hay estudiantes que sienten profundamente la necesidad de resolver ciertos problemas que son los constitutivos de tal o cual ciencia. Es cierto que los hay, pero es insincero llamarlos estudiantes. Es insincero y es injusto. Porque se trata de casos excepcionales, de criaturas que, aunque no hubiese estudios ni ciencia, por si mismos y solos inventarían, mejor o peor, ésta y dedicarían, por inexorable vocación, su esfuerzo a investigar. Pero ¿y los otros? ¿La inmensa y normal mayoría?

Éstos y no aquellos pocos venturosos, éstos son los que realizan el verdadero sentido -y no el utópico- de las palabras “estudiar” y “estudiante”. ¡Con éstos es con quienes se es injusto al no reconocerlos como los verdaderos estudiantes y no plantearse con respecto a ellos el problema de qué es estudiar como forma y tipo de humano hacer!

Es un imperativo de nuestro tiempo, cuyas graves razones expondré un día en este curso, obligarnos a pensar las cosas en su desnudo, efectivo y dramático ser. Es la única manera de encontrarse verdaderamente con ellas. Sería encantador que ser estudiante significase sentir una vivacísima urgencia por este y el otro y el otro saber. Pero la verdad es estrictamente lo contrario: ser estudiante es verse el hombre obligado a interesarse directamente por lo que no le interesa, o a lo sumo le interesa sólo vaga, genérica o indirectamente.

La otra objeción que habría de hacérseme es recordarme el hecho indiscutible de que los muchachos o las muchachas sienten sincera curiosidad y peculiares aficiones. El estudiante no lo es en general, sino que estudia ciencias o letras, y esto supone una predeterminación de su espíritu, una apetencia menos vaga y no impuesta de fuera.

En el siglo XIX se ha dado demasiada importancia a la curiosidad y a las aficiones; se ha querido fundar en ellas cosas demasiado graves, es decir, demasiado ponderosas para que puedan sostenerlas entidades tan poco serias como aquéllas.

Este vocablo “curiosidad”, como tantos otros, tiene doble sentido -uno de ellos primario y sustancial, otro peyorativo y de abuso- lo mismo que la palabra “aficionado”, que significa el que ama verdaderamente algo, pero también el que es sólo amateur. El sentido propio del vocablo “curiosidad” brota de su raíz, que da una palabra latina sobre la cual nos ha llamado la atención recientemente Heidegger: cura, los cuidados, las cuitas, lo que yo llamo la preocupación. De cur-a a viene cur-iosidad. De aquí que en nuestro lenguaje vulgar un hombre curioso es un hombre cuidadoso, es decir, un hombre que hace con atención y extremos rigor y pulcritud lo que tiene que hacer, que no se despreocupa de lo que le ocupa, sino, al revés, se preocupa de su ocupación.

Todavía en el antiguo español cuidar era preocuparse -curare. Este sentido originario de cura o cuidados pervive en nuestras voces vigentes curador, procurador, procurar, curar, y en la misma palabra cura, que vino al sacerdote porque éste tiene cura de almas. Curiosidad es, pues, cuidadosidad, preocupación.

Como, viceversa, incuria es descuido, despreocupación, y seguridad –securitases, ausencia de cuidados y preocupaciones. Si busco las llaves es porque me preocupo de ellas, y si me preocupo de ellas es porque las he menester para hacer algo, para ocuparme.

Cuando este preocuparse se ejercita mecánicamente, insinceramente, sin motivo suficiente y degenera en prurito, tenemos un vicio humano que consiste en fingir cuidado por lo que no nos da en rigor cuidado, en un falso preocuparse por cosas que no nos van de verdad a ocupar; por tanto, en ser incapaz de auténtica preocupación. Y esto es lo que significa peyorativamente empleados los vocablos “curiosidad”, “curiosear” y “ser un curioso”.

Cuando se dice, pues, que la curiosidad nos lleva a la ciencia, una de dos, o nos referimos a aquella sincera preocupación por ella que no es sino lo que yo antes he llamado “necesidad inmediata y autóctona” -la cual reconocemos que no suele ser sentida por el estudiante-, o nos referimos al frívolo curiosear, al prurito de meter las narices en todas las cosas, y esto no creo que pueda servir para hacer de un hombre un científico.

Estas objeciones son, por tanto, vanas. No andemos con idealizaciones de la áspera realidad, con beaterías que nos inducen a debilitar, esfumar, endulzar los problemas, a ponerles bolas en los cuernos. El hecho es que el estudiante tipo es un hombre que no siente directa necesidad de la ciencia, preocupación por ella y, sin embargo, se ve forzado a ocuparse de ella. Esto significa ya la falsedad general del estudiar. Pero luego viene la concreción, casi perversa por lo minuciosa, de esa falsedad -porque no se obliga al estudiante a estudiar en general, sino que éste se encuentra, quiera o no, con el estudio disociado en carreras especiales y la carrera constituida por disciplinas singulares, por la ciencia tal o la ciencia cual. ¿Quién va a pretender que el joven sienta efectiva necesidad, en un cierto año de su vida, por tal ciencia que a los hombres antecesores les vino en gana inventar?

Así, de lo que fue una necesidad tan auténtica y vivaz que a ella dedicaron su vida íntegra unos hombres -los creadores de la ciencia-, se hace una necesidad muerta y un falso hacer. No nos hagamos ilusiones; en ese estado de espíritu no se puede llegar a saber el saber humano.

Estudiar es, pues, algo constitutivamente contradictorio y falso. El estudiante es una falsificación del hombre. Porque el hombre es propiamente, sólo lo que es auténticamente por íntima. e inexorable necesidad. Ser hombre no es ser, o, lo que es igual, no es hacer cualquier cosa, sino ser lo que irremediablemente se es. Y hay los modos más distintos entre si de ser hombre, y todos ellos igualmente auténticos. El hombre puede ser hombre de ciencia y hombre de negocios u hombre político u hombre religioso, porque todas estas cosas son, como veremos, necesidades constitutivas e inmediatas de la condición humana. Pero el hombre por si mismo no sería nunca estudiante, como el hombre por si mismo no sería nunca contribuyente. Tiene que pagar contribuciones, tiene que estudiar, pero no es ni contribuyente ni estudiante. Ser estudiante, como ser contribuyente, es algo “artificial” que el hombre se ve obligado a ser.

Esto que al principio pudo parecer tan estupefaciente, resulta que es la tragedia constitutiva de la pedagogía, y de esa paradoja tan cruda debe, a mi juicio, partir la reforma de la educación.

Porque la actividad misma, el hacer que la pedagogía regula y que llamamos estudiar, es en si mismo algo humanamente falso, acontece lo que no suele subrayarse tanto como debiera, a saber: que en ningún orden de la vida sea tan constante y habitual y tolerado lo falso como en la enseñanza. Yo sé bien que hay también una falsa justicia, esto es, que se cometen abusos en los juzgados y audiencias. Pero sopese con su experiencia cada uno de los que me escuchan si no nos daríamos por muy contentos con que no existiesen en la efectividad de la enseñanza más insuficiencias, falsedades y abusos que los padecidos en el orden jurídico. Lo que allí se considera como abuso intolerable -que no se haga justicia- es correspondientemente casi lo normal en la enseñanza: que el estudiante no estudia, y que si estudia, poniendo su mejor voluntad, no aprende; y claro es que si el estudiante, sea por lo que sea, no aprende, el profesor no podrá decir que enseña, sino a los sumo, que intente, pero no logra enseñar.

Y entretanto se amontona gigantescamente, generación tras generación, la mole pavorosa de los saberes humanos que el estudiante tiene que asimilarse, tiene que estudiar. Y conforme aumenta y se enriquece y especializa el saber, más lejos estará el estudiante de sentir inmediata y auténticamente la necesidad de él. Es decir, que cada vez habrá menos congruencia entre el triste hacer humano que es el estudiar .y el admirable hacer humano que es el verdadero saber. Y esto acrecerá la terrible disociación, que hace un siglo por lo menos se inició, entre la cultura vivaz, entre el auténtico saber y el hombre medio. Porque como la cultura o saber no tiene más realidad que responder y satisfacer en una u otra medida a necesidades efectivamente sentidas y el modo de transmitir la cultura es el estudiar, el cual no es sentir esas necesidades, tendremos que la cultura o saber se va quedando en el aire, sin raíces de sinceridad en el hombre medio a quien se obliga a ingurgitarlo, a tragárselo.

Es decir, que se introduce en la mente humana un cuerpo extraño, un repertorio de ideas muertas, inasimilables o, lo que es lo mismo, inertes. Esta cultura sin raigambre en el hombre, que no brota en él espontáneamente, carece de autoctonía, de indigenato, es algo impuesto, extrínseco, extraño, extranjero, ininteligible; en suma, irreal.

Por debajo de la cultura recibida, pero no auténticamente asimilada, quedará intacto el hombre; es decir, quedará inculto; es decir, quedará bárbaro. Cuando el saber era más breve, más elemental y más orgánico, estaba más cerca de poder ser verdaderamente sentido por el hombre medio, que entonces lo asimilaba, lo recreaba y revitalizaba dentro de si. Así se explica la colosal paradoja de estos decenios: que un gigantesco progreso de la cultura haya producido un tipo de hombre como el actual, indiscutiblemente más bárbaro que el de hace cien años. Y que la aculturación o acumulo de cultura produzca paradójica, pero automáticamente, una rebarbarización de la humanidad.

Comprenderán ustedes que no se resuelve el problema diciendo: “Bueno; pues si estudiar es una falsificación del hombre, y además lleva o puede llevar a tales consecuencias, que no se estudie”. Decir esto no sería resolver el problema: sería sencillamente ignorarlo.

Estudiar y ser estudiante es siempre, y sobre todo hoy, una necesidad inexorable del hombre. Tiene éste, quiera o no, que asimilarse el saber acumulado, so pena de sucumbir individual o colectivamente. Si una generación dejase de estudiar, la humanidad actual, en sus nueve décimas partes, moriría fulminantemente. El número de hombres que hoy viven sólo pueden subsistir merced a la técnica superior de aprovechamiento del planeta que las ciencias hacen posible. Las técnicas se pueden enseñar mecánicamente. Pero las técnicas viven del saber, y si éste no se puede enseñar, llegará una hora en que también las técnicas sucumbirán.

Hay, pues, que estudiar; es ello, repito, una necesidad del hombre -pero una necesidad externa, mediata, como lo era seguir la derecha que me marca el guardia de la circulación cuando necesito pasear. Mas hay entre ambas necesidades externas -el estudiar y el llevar la derecha- una diferencia esencial, que es la que convierte el estudio en un sustantivo problema.

Para que la circulación funcione perfectamente no es menester que yo sienta íntimamente la necesidad de ir por la derecha: me basta con que de hecho camine ya en esa dirección; basta con que la acepte, con que finja sentirla. Pero con el estudio no acontece, lo mismo; para que yo entienda de verdad una ciencia no basta que yo finja en mi la necesidad de ella o, lo que es igual, no basta que tenga la voluntad de aceptarla; en fin, no basta con que estudie. Es preciso, además, que sienta auténticamente su necesidad, que me preocupen espontánea y verdaderamente sus cuestiones; sólo así entenderé las soluciones que ella da o pretende dar a esas cuestiones. Mal puede nadie entender una respuesta cuando no ha sentido la pregunta a que ella responde.

El caso del estudiar es, pues, diferente del de caminar por la derecha. En éste es suficiente que yo lo ejercite bien para que rinda el efecto apetecido. En aquél, no; no basta con que yo sea un buen estudiante para que logre asimilar la ciencia. Tenemos, por tanto, en él un hacer del hombre que se niega a si mismo: es a un tiempo necesario e inútil. Hay que hacerlo para lograr un cierto fin, pero resulta que no lo logra. Por esto, porque las dos cosas son verdad a la par -su necesidad y su inutilidad- es el estudiar un problema.

Un problema es siempre una contradicción que la inteligencia encuentra ante sí, que tira de ella en dos direcciones opuestas y amenaza con desgarrarla. La solución a tan crudo y bicorne problema se desprende de todo lo que he dicho: no consiste en decretar que no se estudie, sino en reformar profundamente ese hacer humano que es el estudiar y, consecuentemente, el ser del estudiante. Para esto es preciso volver del revés la enseñanza y decir: enseñar no es primaria y fundamentalmente sino enseñar la necesidad de una ciencia y no enseñar la ciencia cuya necesidad sea imposible hacer sentir al estudiante…

Fuente: La Nación, de Buenos Aires, 23 de abril de 1933

viernes, 30 de diciembre de 2011

LA UNIFORME ESTUPIDEZ SOCIALISTA


Tienen toda la razón los señores del Club..¿o las señoras?.
Probablemente, cuando a los integrantes de la directiva o quién sea, del Club de Golf Las Brisas de Chicureo, explicitó ciertas condiciones para el ingreso de las trabajadoras de casa particular a la piscina del condominio, no se imaginaban el revuelo que eso causaría en los uniformes estúpidos socialistas.

El instructivo fue enviado por la administración del condominio en el cual se “señala que niños menores de 8 años sólo podrán frecuentar el club acompañados de sus padres o hermanos mayores”.  Además, afirma que en caso de utilizar espacios externos -juegos, jardines o canchas de tenis- la administración específica que “podrán ser acompañados por nanas o niñeras”, siempre que éstas vistan “su uniforme o tenida que las identifique como tales". En cambio, en la piscina, la regla establece que “sólo podrán ingresar a ese sector los socios, su grupo familiar y los invitados de éstos”.

La destemplada reacción.

Desde que la revista Qué Pasa publicó el citado instructivo, comenzaron a rasgarse las vestiduras desde todos los lados, desplegándose por las redes sociales y  lanzándose en picada contra “el clasismo subyacente” en el documento. Así, muchos twitteros asociaron esta situación con los abusos y delitos económicos denunciados en los últimos tiempos; otros señalaron que sólo falta que se exija pasaporte y visa para ingresar a los territorios en que habitan los sectores de altos ingresos; otros indicaban que esto pasa por la desigual distribución del ingreso; otros, porque Chile es un país clasista y discriminador.

La socialista directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), Lorena Fries, declaró que “el instructivo… es reflejo de la discriminación general que viven las personas, en particular las mujeres que realizan trabajos domésticos remunerados…Al exigirse una vestimenta que las identifique como niñeras se les está discriminando arbitrariamente en base a su nivel socioeconómico y racial, lo que finalmente es un trato denigrante y vejatorio". 

El diputado Jiménez dijo que "lo ocurrido con la polémica circular del club de golf Las Brisas de Chicureo, ha permitido poner en la mesa la discriminación que sufren estas trabajadoras en cuanto a ser obligadas a usar un uniforme que las identifique…".

La ministra del trabajo, Evelyn Matthei, se mostró "indignada". Y continuó diciendo que “las asesoras del hogar merecen un trato digno, son seres humanos, y están en el fondo cuidando lo más sagrado que tenemos que son nuestros hijos y nuestro hogar…el instructivo representa una falta de tino y una falta de responsabilidad social…”.

La actriz Daniela Ramírez añade que "antes que cualquier oficio, una asesora del hogar es una persona. Me parece que no deben existir estos códigos, a mí me impactan mucho y causan mucho ruido. Es un acto de discriminación tremendo…enmarcar a las personas por un uniforme es anticuado y creo que hemos avanzado harto como para andar respaldando a lo jerárquico, el estatus, las relaciones asimétricas".

La empresaria Pilar Jorquera piensa que "es lo mismo que cuando eres enfermera o doctora. Utilizan un delantal cuando están en sus labores por un tema de que se pueden manchar o por asepsia (...) Además, si es una norma del club que todos los socios la aceptan, el lugar tiene el derecho a ponerla…lo mismo sucede con las parvularias de un jardín infantil que tienen que usar un delantal para que sea distintivo, para ser reconocida por los niños o por higiene. No creo que haya que tomarlo como una discriminación".

El socialista Francisco Vidal sostuvo que "lo de Chicureo es una discriminación odiosa, es de un clasismo y un arribismo sin límites…la mezcla entre arribismo y clasismo es explosiva, lo que genera discriminación. Pero me gustó mucho un twitteo que leí hoy: decía que a los que se les ocurrió este instructivo, se pongan uniforme como dueños de Chicureo y los esperamos en el centro".

Otra actriz, Catalina Saavedra, dijo que el instructivo "me parece muy patético, deja en evidencia el arribismo de cierta gente. No creo que se trate de gente culta, sino que al contrario: son ordinarios. Creo, en realidad, que lo sucedido es el reflejo de una pseudo alta sociedad".

El maldito trabajo para los socialistas.

Para los socialistas, los trabajadores forman una clase social que denominan “proletariado” y que se caracterizan porque reciben una remuneración por su trabajo. El autor de esta denominación, Carlitos Marx, acuñó este concepto para oponerlo a la clase burguesa, la dominante.

Sin embargo, en rigor este término tuvo su origen en la  Antigua Roma en la cual los proletarios eran los ciudadanos de la clase social más baja y que no tenían ninguna propiedad. El Estado romano sólo los tomaba en cuenta a la hora de formar las legiones del imperio.

Carlitos Marx presentó los intereses antagónicos entre proletarios y burgueses en los aspectos laborales. Por ejemplo, los proletarios siempre pretenden que los sueldos suban y mejoren las condiciones laborales, mientras que los burgueses quieren que los salarios se mantengan lo más bajos posible para maximizar sus ganancias.

Cómo este conflicto era imposible de resolver, Carlitos Marx planeaba que el único camino posible del proletariado para cortar la subordinación a la burguesía era por medio de la toma de conciencia de su situación para lograr la revolución y erradicar la dominación capitalista.

Así, los socialistas mantienen la convicción que en el sistema capitalista, el proletariado es la clase social más baja, se caracteriza porque no disponen de los medios de producción y están forzados a vender su fuerza de trabajo a la burguesía. En otras palabras, consideran que el proletariado es un simple empleado dependiente de burgueses que le fijan arbitrariamente las condiciones de trabajo. En otras palabras, para los socialistas, en el sistema capitalista los tipos de trabajos son denigrantes y requieren un permanente monitoreo para supervisar las condiciones en que se desenvuelven.

Solo conociendo esta visión socialista se puede entender el permanente rechazo y aversión que le tienen al trabajo. De aquí surge esta percepción y se han aprovechado del instructivo para darle el sentido correcto según ellos, pero que es por completo equivocado.

El bonus track de Jiménez: el proyecto “No al Delantal”.

A toda esta polémica se agrega un proyecto de autoría del socialista Jiménez (¡era que no!) que propone agregar al art.152 del Código del Trabajo que “se entenderá como acto discriminatorio del empleador el establecer como condición a quien se desempeña como trabajadora de casa particular, usar uniformes, delantales o cualquier otra vestimenta o distintivo identificatorio en espacios, lugares o establecimientos públicos como parques, plazas, playas, restaurantes, hoteles, locales comerciales, clubes sociales y otros de similar naturaleza”.

Respecto de dicho proyecto, Evelyn Matthei aseguró que el Gobierno, de ser necesario, podría darle urgencia, aunque estimó que en la práctica sería complejo reglamentar su aplicación. "Me parece increíble que tengamos que hacer una ley para algo tan obvio que es que nadie tenga el derecho de obligar a una trabajadora a vestir un uniforme".

El senador RN Carlos Larraín indicó que apoya el proyecto porque "es absurdo obligarlas a usar uniforme en todo lugar". Según el parlamentario "utilizar un uniforme tiene que ver con pertenecer a un ente especial que identifique un trabajo particular como sucede con carabineros, militares o sacerdotes, quienes representan a cierto sector (...) Si las asesoras se sienten cómodas con esa vestimenta, por ejemplo, para no manchar su ropa habitual, está bien. Pero si no quieren usarlo, no se les debe imponer".

La uniforme estupidez socialista.

Los socialistas tienen por objetivo central de su ideología el que todos seamos iguales, que todos asistan a los mismos colegios; que todos se vistan iguales; que todos ganen lo mismo; que todos vean las mismas películas; etc. Es la promesa de la igualdad, error intelectual enorme pero que es atractivo para los simplones que los repiten como monos y son capaces de salir a las calles para defender ilusiones y letanías imposibles.
La uniforme estupidez socialista: no al uniforme

Calificar como "clasista", "arribista", "anticuado" y “discriminador” a las personas que postulan que se debe usar uniforme cuando se desempeña una actividad pagada es propio de una mentalidad poco profunda. Porque la uniforme estupidez socialista nos puede llevar, entonces, a que no deberían usar uniforme: chef, garzones y mozos; médicos, enfermeras y auxiliares; oficiales, clase y conscriptos; bomberos; carabineros; guardias y personal de aseo en locales y establecimientos; profesores y maestros; guardias y jardineros municipales; azafatas y pilotos de líneas áreas; equipos, jugadores profesionales y cuerpo técnico; alumnos de los colegios; mecánicos, choferes y asistentes del Transantiago;…

Usar o no un cierto uniforme no puede ser visto como un elemento discriminador, sino que como un elemento de eficiencia y diferenciador en su trabajo. Por ejemplo, si me pierdo en la ciudad busco a un carabinero (¡persona vestida de verde!) para que me oriente. La función del uniforme es representarnos a las personas que tienen las capacidades y las calidades para desempeñar cierta función. Nada más.

Una trabajadora doméstica no puede sentirse discriminada por usar uniforme en su horario de trabajo, sino que por el trato que reciba al momento de realizar sus funciones. El uniforme no puede ser el problema, pero la uniforme estupidez socialista nos golpea en la cara de mil maneras. Sin embargo, con toda probabilidad, la verdadera razón detrás de este instructivo es que algunas empleadas domésticas en el citado Club, comenzaron a ir más allá de sus atribuciones y empezaron a gozar ellas mismas de las delicias disponibles para los socios. Y esta es la base del problema. Y la razón del instructivo.

La verdadera pregunta es: ¿Tienen derecho las empleadas domésticas para disfrutar de las comodidades y delicias del Club?, ¿tiene derecho el garzón del bar de tomarse los tragos del local?, ¿tiene derecho el trabajador de la empresa para navegar por las redes sociales en horario de trabajo?...

Las empleadas están contratadas para desempeñar ciertas funciones específicas. Al momento de contratarlas se les debe informar sus atribuciones, deberes y derechos, y deben atenerse a este contrato, ¿Por qué usan las instalaciones del Club si ellas son trabajadoras y no han sido autorizadas para ello?.

Cuando una persona considera que está siendo humillada en su empleo puede renunciar, y el problema termina en ese momento, pero probablemente, dicha persona no tiene demasiadas opciones laborales en su futuro inmediato por lo que abandonar este trabajo es casi imposible. Y por eso, siguen “sufriendo y sintiéndose humillados” al no poder usar las instalaciones del Club. Un buen trabajador es capaz de reconocer los derechos, atribuciones, deberes y responsabilidades en el ejercicio de su cargo. Sobrepasarlos o pretender ir más allá debe ser autorizado por sus jefes inmediatos, y si no le agrada, renuncia. Punto.

Finalmente, debemos reconocer que la uniforme estupidez socialista olvida que el verdadero problema es la escasez de opciones en mercados laborales con demasiadas restricciones en la forma de regulaciones como el salario mínimo; indemnizaciones por años de servicio; etc. que incrementan las tasas de desempleo.

Desregular los mercados laborales para que sea fácil despedir y contratar, puede asegurar una alta movilidad social. Y en paralelo, continuar profundizando los mercados libres, impidiendo la concentración, fusiones y cualquier intento por reducir la competencia.

Lamentamos que la uniforme estupidez socialista solo se quede con la anécdota, y no con el verdadero problema de fondo.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

LA OCDE y CHILE. ¿CUÁLES SON NUESTROS PROBLEMAS?, ¿DESAFÍOS?


Ahora que estamos a punto de terminar el año, conviene mirarnos para saber en dónde estamos y cuáles son nuestras falencias como sociedad y como país. Por eso, conviene reiterar uno de los últimos informes de OECD (Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico), y en el que, en lo relativo a Indicadores Sociales, podemos encontrar lo siguiente:

 - BAJA TASA DE EMPLEO. Con 56.1% de los adultos chilenos empleados, Chile tiene la tercera tasa de empleo más baja de la OCDE, después de Turquía y Hungría, mucho menor que el promedio de la OCDE de 66.1%.

 - MAYOR DESIGUALDAD DE INGRESOS. Chile es el país de la OCDE con mayor desigualdad de ingresos (coeficiente de Gini de 0.50), mucho mayor que el promedio de la OCDE de 0.31. Con 18.9%, Chile tiene la tercera tasa mayor de pobreza relativa de la OCDE, después de México e Israel y muy por encima de la media de la OCDE de 11.1%. El 38% de los chilenos reporta que le es difícil o muy difícil vivir de sus ingresos actuales, un porcentaje muy por encima de la media de la OCDE de 24%.

 - ALTA MORTALIDAD INFANTIL. Mientras que la esperanza de vida en Chile (78.8 años) es muy cercana al promedio de la OCDE (79.3 años), la mortalidad infantil en Chile (7 por 1 000 nacidos vivos) es la tercera tasa más alta de la OCDE después de Turquía y México. Sin embargo, el avance de Chile en reducir la mortalidad infantil en la última generación (una reducción de 28 muertes por 1 000 nacidos vivos) también ha sido el tercer mayor avance de la OCDE.

 - ALTAS EXPERIENCIAS POSITIVOS Y NEGATIVOS. Los chilenos reportan el 5o nivel mayor de experiencias positivas - sensación de bienestar, tratados con respeto, sonriente, haciendo algo interesante y experimentando disfrute – de la OCDE. Al mismo tiempo, los chilenos reportan un nivel de experiencias negativas – dolor, preocupación, tristeza, estrés y depresión – por encima del promedio de la OCDE.

 - ALTA TASA DE VOTACIÓN. El 88% de la población chilena vota, lo cual ubica a los chilenos en el cuarto lugar más alto de votación de la OCDE, muy por encima de la media de la OCDE de 70%.

 - BAJA CONFIANZA EN OTRAS PERSONAS. Sólo 13% de los chilenos expresa alta confianza en sus conciudadanos, un porcentaje mucho menor que el promedio de la OCDE de 59%. Una baja confianza en otros está fuertemente asociada con una elevada desigualdad de ingresos, la cual también se encuentra presente en Chile.

***

Como puede observarse, se debe continuar un largo trayecto para convertir a nuestra sociedad en la base a para alcanzar el desarrollo. Nos faltan a lo menos, y si comenzamos las tareas el día de hoy, 50 años de esfuerzo ininterrumpido para alcanzar estándares que solo podemos observar en algunas naciones. Pero, las metas se alcanzan dando pasos pequeños.

Ya tenemos diagnósticos, ojalá que los liderazgos y la población estén al nivel que necesita el Chile de nuestros bis-nietos. Todo un desafío.

UNA PROPUESTA LIBERAL. El drama de la drogadicción Por Alberto Benegas Lynch


Alberto Benegas Lynch, el drama de la drogadicción
En gran medida, debido a la reiterada argumentación de varios de mis alumnos en distintos medios universitarios, he cambiado de parecer en cuanto a la prohibición, lo cual he puesto de manifiesto en otras ocasiones. En esta oportunidad, pretendo resumir este problema tan espinoso y controvertido para señalar las graves consecuencias de que el aparato estatal penalice la producción y el uso de los estupefacientes en cuestión. Divido el análisis en quince puntos, que considero centrales y que, estimo, derivan de la aludida prohibición.

PRIMERO: el mercado negro eleva el precio de la droga.

En primer término, el precio de la droga se eleva debido a la prima por el riesgo de operar en el mercado negro. En la mayor parte de los países, la cruzada estatal es de tal envergadura que el riesgo es grande y, consecuentemente, los márgenes operativos resultan astronómicos. Los ingresos que reciben los productores de Bolivia, Perú, Turquía, Laos o Pakistán resultan mínimos si se los compara con las suculentas ganancias de los que ponen el producto a disposición del consumidor final. Esto estimula el incremento de la producción y elaboración de las drogas.

SEGUNDO: los altos precios rentabilizan el negocio de la droga.

Debido a lo señalado en el punto precedente, se torna económica la producción de productos sintéticos de efectos inmensamente más demoledores que los naturales, tales como el crack, el china white, el ice, el coco snow, el synth coke, el crystal cain, etcétera.

TERCERO: las altas rentabilidades estimulan a los intermediarios.

También como consecuencia de los exorbitantes márgenes operativos surge la figura del pusher, con incentivos descomunales para conseguir adeptos en todos los mercados posibles, especialmente entre la gente joven, siempre más dispuesta a ensayar lo nuevo, sobre todo si la mercadería se presenta con características poco menos que redentoras.

CUARTO: el mercado de la droga no genera víctimas, y puede afectar otros derechos de las personas.

En los casos en que se produce la lesión a un derecho, hay un victimario y una víctima. Esta última, o quienes actúan como subrogantes, denuncian la agresión y pretenden el castigo y la recompensa correspondiente.

En el caso que nos ocupa, debido a que se trata de arreglos contractuales, no hay víctima del atropello a un derecho, ni victimario. Por lo tanto, debe recurrirse al soplón y también al espionaje y a la consecuente invasión de la privacidad y de los derechos de las personas, lo cual incluye exámenes de orina, sangre, revisión de bolsillos y carteras, olfateo por parte de sabuesos entrenados al efecto, violación de la correspondencia, del domicilio y el secreto bancario, "pinchadura" de conversaciones telefónicas y detención de personas por llevar "demasiado" efectivo, además de violencia física de muy diversa índole y magnitud.

QUINTO: el que se droga pasa a ser un criminal.

En este contexto, toda persona que desea drogarse es obligada a entrar necesariamente en el circuito criminal, con lo que se expone a todo tipo de vandalismos, al tiempo que es permanentemente invitada a incorporarse a las bandas.

SEXTO: aumenta la corrupción.

Debido a las sumas astronómicas que manejan los narcos, existe una permanente presión para corromper a policías, jueces y gobernantes, incluyendo, en primer término, a lo que era en Estados Unidos el Federal Bureau for Narcotics y lo que ahora es el Drug Enforcement Administration. Se llenan libros con las listas de los corruptos que, se supone, están encargados de librar la guerra a los narcos, pero que, en verdad, muchas veces cubren sus operaciones.

SÉPTIMO: la guerra a la droga la financian los contribuyentes.

El costo de la antedicha guerra lo deben sufragar, coactivamente, todos los contribuyentes. Por ejemplo, en los Estados Unidos, sólo en el último ejercicio fiscal, el gobierno federal gastó 18 mil millones de dólares en esta cruzada, en la que la gran mayoría de los ciudadanos debe pagar para combatir al porcentaje minoritario que decide intoxicarse.

OCTAVO: lo prohibido es más atractivo.

El atractivo del "fruto prohibido" hace de incentivo adicional, especialmente entre los colegiales. Esto fue lo que también ocurrió en los Estados Unidos con la ley Volstead, más conocida como Ley Seca, que requirió una enmienda constitucional y que duró desde 1920 hasta 1933. Esta cruzada contra el alcohol tuvo que ser abandonada porque terminó en una catástrofe y en un estímulo enorme para la mafia.

NOVENO: la guerra contra la droga amplifica una violencia creciente.

Cada vez en forma progresiva, la guerra antinarcóticos abarca territorios mayores. Hay ciudades en las que los tiroteos entre facciones rivales y la policía convierte en imposible la coexistencia. No hay esta violencia entre vendedores de pollos o de relojes. Ocurrió con el alcohol y ahora con las drogas debido a la manía de manejar vidas ajenas en lugar de reservar la fuerza para fines exclusivamente defensivos.

DÉCIMO: las diferencias en los mercados de la droga se resuelve con sangre.

Las municiones que vuelan por los aires y que hacen la vida imposible a ciudadanos pacíficos aparecen también como consecuencia de que las diferencias que pueden suscitarse en las operaciones comerciales de marras no se pueden resolver en los tribunales, ya que la droga está prohibida, lo cual cierra el camino a procesos evolutivos de arbitraje.

UNDÉCIMO: la prohibición de usar jeringas.

En algunos lugares se restringe, también por ley, el uso de jeringas, lo cual conduce a un espeluznante efecto multiplicador del sida y de otras enfermedades infecciosas, además de las lesiones cerebrales irreversibles que causa la tragedia de la drogodependencia.

DUODÉCIMO: se estimula el lavado de dinero.

Se estimula el engaño a través del lavado de dinero o del blanqueo de capitales, fruto del comercio con la droga, con lo que operaciones que aparecen como inocentes terminan por envolver a personas ajenas al negocio de los estupefacientes.

La Financial Task Force of Money Laundry estima que el 70 por ciento del dinero que se lava en el mundo es el resultado del narcotráfico (el resto es, principalmente, fruto de la corrupción de gobernantes, del terrorismo y de la extorsión).

DÉCIMO TERCERO: los delincuentes no son drogadictos.

Visto desde una perspectiva metodológica, como es sabido, correlato no significa nexo causal. Se suele mostrar la participación de drogadictos en diversos crímenes, cuando lo relevante para el caso es mostrar el porcentaje insignificante de drogadictos que cometen crímenes, tal como queda reflejado, entre otros, en el trabajo de Bruce Benson y David Rasmussen sobre crímenes y drogas.

DÉCIMO CUARTO: el consumo de drogas es una decisión personal.

Quien usa la droga para fines no medicinales se está dañando, pero eso no significa que se convierte en un asesino.

Constituye una presunción a todas luces gratuita el suponer que el poeta que se cree "más inspirado" y que el operador de Wall Street que piensa que será "más eficiente" si consume drogas se convierten en asesinos.

Cada uno responde ante su conciencia y debe asumir las responsabilidades por lo que hace. Quien comete un crimen bajo el efecto de las drogas no debería sufrir consecuencias legales atenuadas, sino, por el contrario, agravadas.

DÉCIMO QUINTO: una persona drogada debe ser punible si comete actos violentos o criminales.

Sin duda que hay comportamientos que pueden poner en peligro la seguridad de otros. Si mi vecino está maniobrando con fósforos y explosivos o si su hijito está jugando con un cañón antiaéreo en la medianera de mi casa, tendré el derecho de denunciarlo y de que se proceda en consecuencia para remediar la situación.

También quienes habitan las casas lindantes a la mía protestarán justificadamente si me excediera en la emisión de decibeles o de monóxido de carbono.

En esta misma línea argumental es natural que en un centro comercial o en una autopista privada cualquier manifestación de intoxicación sea reprimida. En los casos de la llamada propiedad pública, las manifestaciones de intoxicación deben ser punibles. A estos efectos resulta irrelevante si la intoxicación se produjo con pegamentos, jarabe para la tos, tranquilizantes, alcohol o con las drogas a las que nos estamos refiriendo.

Algunas opiniones.

En el Wall Street Journal, Milton Friedman nos dice: "Las drogas son una tragedia para los adictos. Pero la criminalización de su uso convierte esa tragedia en un desastre para la sociedad, indistintamente para usuarios y no usuarios".

William F. Buckley, en el Washington Post, escribe: "La nuestra es una sociedad en la que mucha gente se mata con tabaco y con borrachera. Algunos lo hacen con cocaína y heroína. Pero deberíamos tener presente todas las vidas que se salvarían si la droga mortal se pudiera vender al precio del veneno para las ratas".

En uno de los editoriales de The Economist titulado "Misión imposible" se lee: "La prohibición (de las drogas) y su fracaso inevitable convierten un mal negocio en uno rentable, criminal y más peligroso para los usuarios".

En el margen, hoy se expenden algunas drogas de mala calidad a un precio relativamente bajo, pero siempre en el contexto de una fenomenal estructura montada por los antedichos márgenes suculentos. Anulados los incentivos artificiales, habrá drogas que desaparecerán por antieconómicas y, en otros casos, los precios se reducirán sin que se eleve el consumo, debido, precisamente, a que se revierte drásticamente la potente maquinaria que empuja las ventas.

Sin duda que el drama de la drogadicción es consecuencia de la pérdida de valores por parte de quienes alegan la necesidad de alucinarse y, por tanto, renuncian a la condición propiamente humana de utilizar con lucidez la estructura intelecto-volitiva de que estamos dotados. Independientemente de aquella decisión vital, manteniendo los demás factores constantes, la propuesta de liberar el mercado de drogas permite concluir que el uso de las drogas tiende a disminuir, tal como ha ocurrido en diversos lares, lo cual queda consignado, por ejemplo, en las obras Dealing with drugs, Consequences of government control, compilada por Ronald Hamowy, y The crisis in drug prohibition, compilada por David Boaz.

Alberto Benegas Lynch es presidente de la sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias.

Fuente: La Nación de Buenos Aires.