El tiempo nos corre de prisa a aquellos que nos llamamos contemporáneos. Todo, hoy, es vertiginoso y a la carrera, sin detenerse a escuchar con que lentitud crecen los bosques y gime la naturaleza en sus arrullos eternos. En cambio, nos llama la atención como cae un árbol. ¡ No escuchamos como crece el bosque pero si cuando cae un árbol!
Lo dijo Lennon: "la vida es lo que nos ocurre mientras estamos ocupados en otros planes". Creemos que tenemos la vida bajo nuestro control cuando en realidad la vida nos controla hasta el mínimo detalle…pero, deseamos vivir en la ilusión para no volvernos locos. Sin embargo, el tiempo pasa veloz y debemos mantener el ritmo para no quedarnos atrás y ser superados por la modernidad que nos devora como en el mito de Prometeo.
Este es un posteo de un sitio destinado a dar vida política al Partido Liberal chileno. Recientemente, falleció un amigo extrañable, don José Ducci Claro, don Pepe, última autoridad legítima del último Partido Liberal que tuvo vida política en Chile y que se llevó para siempre sus maravillosos recuerdos. Por él, crearemos el Partido Liberal partiendo de cero.
Y para este primer artículo, nada mejor que el Elogio Fúnebre de Pericles de la Guerra del Peloponeso. Esta conflagración enfrentó a Atenas y sus aliados contra Esparta y los suyos a lo largo de veintisiete años, desde 431 antes de Cristo hasta 404. Se le llama "Guerra del Peloponeso" porque la principal fuente que conservamos al respecto es la obra homónima del gran Tucídides (460 AC- 397 AC), un maravilloso lienzo histórico que sólo llega hasta 411, siendo Jenofonte en sus Helénicas quien se encargue de referirnos lo sucedido hasta el final de la contienda (y mucho más allá, pues lo narrado en la obra jenofontea se prolonga hasta 362 a. C.). Los espartanos, por su parte, la llamaron «Guerra de Atenas».
¿Cuáles fueron las causas? En primer lugar, el recelo de Esparta ante la creciente supremacía de Atenas. En segundo lugar, los celos, sobre todo de Corinto, ante la expansión de Atenas en el Mediterráneo occidental. En tercer lugar, el descontento general ante la tiranía de Atenas en la Confederación de Delos. Como puede verse, la política hegemónica desarrollada por los atenienses a lo largo de todo el siglo V a. C. está en la base de una guerra especialmente cruenta, que dejó a un lado el código caballeresco imperante en los brotes bélicos que habían ido surgiendo hasta entonces entre las diferentes ciudades helénicas, para convertirse en una guerra abierta, absoluta, total, en la que no se respetaba ley ni fuero y en la que germinó poco a poco, más allá de la pugna entre ciudadanos de una y otra polis, la semilla entre un conflicto ideológico sin cuartel entre dos formas de gobernar y de entender el mundo: la oligarquía espartana y la democracia ateniense.
El primer año de guerra terminó en baños de sangre inútiles. Así, Pericles celebró las solemnes exequias de los caídos en combate y pronunció su famoso discurso:
I
La mayor parte de quienes en el pasado han hecho uso de la palabra en esta tribuna, han tenido por costumbre elogiar a aquel que introdujo este discurso en el rito tradicional, pues pensaban que su proferimiento con ocasión del entierro de los caídos en combate era algo hermoso. A mí, en cambio, me habría parecido suficiente que quienes con obras probaron su valor, también con obras recibieran su homenaje –como este que veis dispuesto para ellos en sus exequias por el Estado–, y no aventurar en un solo individuo, que tanto puede ser un buen orador como no serlo, la fe en los méritos de muchos.
Es difícil, en efecto, hablar adecuadamente sobre un asunto respecto del cual no es segura la apreciación de la verdad, ya que quien escucha, si está bien informado acerca del homenajeado y favorablemente dispuesto hacia él, es muy posible que encuentre que lo que se dice está por debajo de lo que él desea y de lo que él conoce; y si, por el contrario, está mal informado, lo más probable es que, por envidia, cuando oiga hablar de algo que esté por encima de sus propias posibilidades, piense que se está cayendo en una exageración. Porque los elogios que se formulan a los demás se toleran sólo en tanto quien los oye se considera a sí mismo capaz también, en alguna medida, de realizar los actos elogiados; cuando, en cambio, los que escuchan comienzan a sentir envidia de las excelencias de que está siendo alabado, al punto prende en ellos también la incredulidad. Pero, puesto que a los antiguos les pareció que sí estaba bien, debo ahora yo, siguiendo la costumbre establecida, intentar ganarme la voluntad y la aprobación de cada uno de vosotros tanto como me sea posible.
II
Comenzaré, ante todo, por nuestros antepasados, pues es justo y, al mismo tiempo, apropiado a una ocasión como la presente, que se les rinda este homenaje de recordación. Habitando siempre ellos mismos esta tierra a través de sucesivas generaciones, es mérito suyo el habérnosla legado libre hasta nuestros días. Y si ellos son dignos de alabanza, más aún lo son nuestros padres, quienes, además de lo que recibieron como herencia, ganaron para sí, no sin fatigas, todo el imperio que tenemos, y nos lo entregaron a los hombres de hoy.
En cuanto a lo que a ese imperio le faltaba, hemos sido nosotros mismos, los que estamos aquí presentes, en particular los que nos encontramos aún en la plenitud de la edad, quienes lo hemos incrementado, al paso que también le hemos dado completa autarquía a la ciudad, tanto para la guerra como para la paz. Pasaré por alto las hazañas bélicas de nuestros antepasados, gracias a las cuales las diversas partes de nuestro imperio fueron conquistadas, como asimismo las ocasiones en que nosotros mismos o nuestros padres repelimos ardorosamente las incursiones hostiles de extranjeros o de griegos, ya que no quiero extenderme tediosamente entre conocedores de tales asuntos. Antes, empero, de abocarme al elogio de estos muertos, quiero señalar en virtud en qué normas hemos llegado a la situación actual, y con qué sistema político y gracias a qué costumbres hemos alcanzado nuestra grandeza. No considero inadecuado referirme a asuntos tales en una ocasión como la actual, y creo que será provechoso que toda esta multitud de ciudadanos y extranjeros lo pueda escuchar.
III
Disfrutamos de un régimen político que no imita las leyes de los vecinos; más que imitadores de otros, en efecto, nosotros mismos servimos de modelo para algunos. En cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia; respecto a las leyes, todos gozan de iguales derechos en la defensa de sus intereses particulares; en lo relativo a los honores, cualquiera que se distinga en algún aspecto puede acceder a los cargos públicos, pues se lo elige más por sus méritos que por su categoría social; y tampoco al que es pobre, por su parte, su oscura posición le impide prestar sus servicios a la patria, si es que tiene la posibilidad de hacerlo.
Tenemos por norma respetar la libertad, tanto en los asuntos públicos como en las rivalidades diarias de unos con otros, sin enojarnos con nuestro vecino cuando él actúa espontáneamente, ni exteriorizar nuestra molestia, pues ésta, aunque innocua, es ingrata de presenciar. Si bien en los asuntos privados somos indulgentes, en los públicos, en cambio, ante todo por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino que obedecemos a quienes les toca el turno de mandar, y acatamos las leyes, en particular las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir.
IV
Por otra parte, como descanso de nuestros trabajos, le hemos procurado a nuestro espíritu una serie de recreaciones. No sólo tenemos, en efecto, certámenes públicos y celebraciones religiosas repartidos a lo largo de todo el año, sino que también gozamos individualmente de un digno y satisfactorio bienestar material, cuyo continuo disfrute ahuyenta a la melancolía.
Y gracias al elevado número de sus habitantes, nuestra ciudad importa desde todo el mundo toda clase de bienes, de manera que los que ella produce para nuestro provecho no son, en rigor, más nuestros que los foráneos.
V
A nuestros enemigos les llevamos ventaja también en cuanto al adiestramiento en las artes de la guerra, ya que mantenemos siempre abiertas las puertas de nuestra ciudad y jamás recurrimos a la expulsión de los extranjeros para impedir que se conozca o se presencie algo que, por no hallarse oculto, bien podría a un enemigo resultarle de provecho observarlo.
Y es que, más que en los armamentos y estratagemas, confiamos en la fortaleza de alma con que naturalmente acometemos nuestras empresas. Y en cuanto a la educación, mientras ellos procuran adquirir coraje realizando desde muy jóvenes una ardua ejercitación, nosotros, aunque vivimos más regaladamente, podemos afrontar peligros no menores que ellos.
Prueba de esto es que los espartanos no realizan sin la compañía de otros sus expediciones militares contra nuestro territorio, sino junto a todos sus aliados; nosotros, en cambio, aun invadiendo solos tierra enemiga y combatiendo en suelo extraño contra quienes defienden lo suyo, la mayor parte de las veces nos llevamos la victoria sin dificultad. Además, ninguno de nuestros enemigos se ha topado jamás en el campo de batalla con todas nuestras fuerzas reunidas, pues simultáneamente debemos atender la manutención de nuestra flota y, en tierra, el envío de nuestra gente a diversos lugares. Sin embargo, cada vez que en algún lugar ellos se trenzan en lucha con una facción de los nuestros y resultan vencedores, se ufanan de habernos rechazado a todos, aunque sólo han vencido a algunos, y si salen derrotados, alegan que lo fueron ante todos nosotros juntos. Pero lo cierto es que, ya que preferimos afrontar los peligros de la guerra con serenidad antes que habiéndonos preparado con arduos ejercicios, ayudados más por la valentía de los caracteres que por la prescrita en ordenanzas, les llevamos la ventaja de que no nos angustiamos de antemano por las penurias futuras, y, cuando nos toca enfrentarlas, no demostramos menos valor que ellos viven en permanente fatiga.
Pero no sólo por éstas, sino también por otras cualidades nuestra ciudad merece ser admirada.
VI
En efecto, amamos el arte y la belleza sin desmedirnos, y cultivamos el saber sin ablandarnos. La riqueza representa para nosotros la oportunidad de realizar algo, y no un motivo para hablar con soberbia; y en cuanto a la pobreza, para nadie constituye una vergüenza el reconocerla, sino el no esforzarse por evitarla. Los individuos pueden ellos mismos ocuparse simultáneamente de sus asuntos privados y de los públicos; no por el hecho de que cada uno esté entregado a lo suyo, su conocimiento de las materias políticas es insuficiente. Somos los únicos que tenemos más por inútil que por tranquila a la persona que no participa en las tareas de la comunidad.
Somos nosotros mismos los que deliberamos y decidimos conforme a derecho sobre la cosa pública, pues no creemos que lo que perjudica a la acción sea el debate, sino precisamente el no dejarse instruir por la discusión antes de llevar a cabo lo que hay que hacer. Y esto porque también nos diferenciamos de los demás en que podemos ser muy osados y, al mismo tiempo, examinar cuidadosamente las acciones que estamos por emprender; en este aspecto, en cambio, para los otros la audacia es producto de su ignorancia, y la reflexión los vuelve temerosos. Con justicia pueden ser reputados como los de mayor fortaleza espiritual aquellos que, conociendo tanto los padecimientos como los placeres, no por ello retroceden ante los peligros.
También por nuestra liberalidad somos muy distintos de la mayoría de los hombres, ya que no es recibiendo beneficios, sino prestándolos, que nos granjeamos amigos. El que hace un beneficio establece lazos de amistad más sólidos, puesto que con sus servicios al beneficiado alimenta la deuda de gratitud de éste. El que debe favores, en cambio, es más desafecto, pues sabe que al retribuir la generosidad de que ha sido objeto, no se hará merecedor de la gratitud, sino que tan sólo estará pagando una deuda. Somos los únicos que, movidos, no por un cálculo de conveniencia, sino por nuestra fe en la liberalidad, no vacilamos en prestar nuestra ayuda a cualquiera.
VII
Para abreviar, diré que nuestra ciudad, tomada en su conjunto, es norma para toda Grecia, y que, individualmente, un mismo hombre de los nuestros se basta para enfrentar las más diversas situaciones, y lo hace con gracia y con la mayor destreza. Y que estas palabras no son un ocasional alarde retórico, sino la verdad de los hechos, lo demuestra el poderío mismo que nuestra ciudad ha alcanzado gracias a estas cualidades. Ella, en efecto, es la única de las actuales que, puesta a prueba, supera su propia reputación; es la única cuya victoria, el agresor vencido, dada la superioridad de los causantes de su desgracia, acepta con resignación; es la única, en fin, que no les da motivo a sus súbditos para alegar que están inmerecidamente bajo su yugo.
Nuestro poderío, pues, es manifiesto para todos, y está ciertamente más que probado. No sólo somos motivo de admiración para nuestros contemporáneos, sino que lo seremos también para los que han de venir después.
No necesitamos ni a un Homero que haga nuestro panegírico, ni a ningún otro que venga a darnos momentáneamente en el gusto con sus versos, y cuyas ficciones resulten luego desbaratadas por la verdad de los hechos. Por todos los mares y por todas las tierras se ha abierto camino nuestro coraje, dejando aquí y allá, para bien o para mal, imperecederos recuerdos.
Combatiendo por tal ciudad y resistiéndose a perderla es que estos hombres entregamos notablemente sus vidas; justo es, por tanto, que cada uno de quienes les hemos sobrevivido anhele también bregar por ella.
VIII
La razón por la que me he referido con tanto detalle a asuntos concernientes a la ciudad, no ha sido otra que para haceros ver que no estamos luchando por algo equivalente a aquello por lo que luchan quienes en modo alguno gozan de bienes semejantes a los nuestros y, asimismo, para darle un claro fundamento al elogio de los muertos en cuyo honor hablo en esta ocasión.
La mayor parte de este elogio ya está hecha, pues las excelencias por las que he celebrado a nuestra ciudad no son sino fruto del valor de estos hombres y de otros que se les asemejan en virtud. No de muchos griegos podría afirmarse, como sí en el caso de éstos, que su fama está en conformidad con sus obras. Su muerte, en mi opinión, ya fuera ella el primer testimonio de su valentía, ya su confirmación postrera, demuestra un coraje genuinamente varonil. Aun aquellos que puedan haber obrado mal en su vida pasada, es justo que sean recordados ante todo por el valor que mostraron combatiendo por su patria, pues al anular lo malo con lo bueno resultaron más beneficiosos por su servicio público que perjudiciales por su conducta privada.
A ninguno de estos hombres lo ablandó el deseo de seguir gozando de su riqueza; a ninguno lo hizo aplazar el peligro la posibilidad de huir de su pobreza y enriquecerse algún día. Tuvieron por más deseable vengarse de sus enemigos, al tiempo que les pareció que ese era el más hermoso de los riesgos. Optaron por correrlo, y, sin renunciar a sus deseos y expectativas más personales, las condicionaron, sí, al éxito de su venganza. Encomendaron a la esperanza lo incierto de su victoria final, y, en cuanto al desafío inmediato que tenían por delante, se confiaron a sus propias fuerzas.
En ese trance, también más resueltos a resistir y padecer que a salvarse huyendo, evitaron la deshonra e hicieron frente a la situación con sus personas.
Al morir, en ese brevísimo instante arbitrado por la fortuna, se hallaban más en la cumbre de la determinación que del temor.
IX
Estos hombres, al actuar como actuaron, estuvieron a la altura de su ciudad. Deber de quienes les han sobrevivido, pues, es hacer preces por una mejor suerte en los designios bélicos, y llevarlos a cabo con no menor resolución. No sólo oyendo las palabras que alguien pueda deciros debéis reflexionar sobre el servicio que prestáis –servicio que cualquiera podría detenerse a considerarse ante vosotros, que muy bien lo conocéis por propia experiencia, señalándoos cuántos bienes están comprometidos en el acto de defenderse de los enemigos–; antes bien, debéis pensar en él contemplando en los hechos, cada día, el poderío de nuestra ciudad, y prendándoos de ella. Entonces, cuando la ciudad se os manifieste en todo su esplendor, parad mientes en que éste es el logro de hombres bizarros, conscientes de su deber y pundonorosos en su obrar; de hombres que, si alguna vez fracasaron al intentar algo, jamás pensaron en privar a la ciudad del coraje que los animaba, sino que se lo ofrendaron como el más hermoso de sus tributos. Al entregar cada uno de ellos la vida por su comunidad, se hicieron merecedores de un elogio imperecedero y de la sepultura más ilustre.
Esta, más que el lugar en que yacen sus cuerpos, es donde su fama reposa, para ser una y otra vez recordada, de palabra y de obra, en cada ocasión que se presente.
La tumba de los grandes hombres es la tierra entera: de ellos nos habla no sólo una inscripción sobre sus lápidas sepulcrales; también en suelo extranjero pervive su recuerdo, grabado no en un monumento, sino, sin palabras, en el espíritu de cada hombre.
Imitad a éstos ahora vosotros, cifrando la felicidad en la libertad, y la libertad en la valentía, sin inquietaros por los peligros de la guerra. Quienes con más razón pueden ofrendar su vida no son aquellos infortunados que ya nada bueno esperan, sino, por el contrario, quienes corren el riesgo de sufrir un revés de fortuna en lo que les queda por vivir, y para los que, en caso de experimentar una derrota, el cambio sería particularmente grande.
Para un hombre que se precia a sí mismo, en efecto, padecer cobardemente la dominación es más penoso que, casi sin darse cuenta, morir animosamente y compartiendo una esperanza.
X
Por tal razón es que a vosotros, padres de estos muertos, que estáis aquí presentes, más que compadeceros, intentaré consolaros. Puesto que habéis ya pasado por las variadas vicisitudes de la vida, debéis de saber que la buena fortuna consiste en estar destinado al más alto grado de nobleza –ya sea en la muerte, como éstos; ya en el dolor, como vosotros–, y en que el fin de la felicidad que nos ha sido asignada coincida con el fin de nuestra vida. Sé que es difícil que aceptéis esto tratándose de vuestros hijos, de quienes muchas veces os acordaréis al ver a otros gozando de la felicidad de que vosotros mismos una vez gozasteis. El hombre no experimenta tristeza cuando se lo priva de bienes que aún no ha probado, sino cuando se le arrebata uno al que ya se había acostumbrado. Pero es preciso que sepáis sobrellevar vuestra situación, incluso con la esperanza de tener otros hijos, si es que estáis aún en edad de procrearlos. En lo personal, los hijos que nazcan representarán para algunos la posibilidad de apartar el recuerdo de los que perdieron; para la ciudad, entretanto, su nacimiento será doblemente provechoso, pues no sólo impedirá que ella se despueble, sino que la hará más segura, ya que nadie puede participar en igualdad de condiciones y equitativamente en las deliberaciones políticas de la comunidad, a menos que, tal como los demás, también él exponga su prole a las consecuencias de sus resoluciones.
Y aquellos de vosotros que habéis llegado ya a la ancianidad, tened por ganancia el haber vivido felizmente la mayor parte de vuestra vida, considerad que la que os queda ha de ser breve, y consolaos con la fama alcanzada por éstos vuestros hijos. Lo único que no envejece, en efecto, es el amor a la gloria; y cuando la edad ya declina, no es atesorar bienes lo que más deleita, como algunos dicen, sino recibir honores.
XI
Y en cuanto a vosotros, hijos o hermanos, aquí presentes, de estas víctimas de la guerra, veo grande el desafío que tenéis por delante, porque solamente aquel que ya no existe suele concertar el elogio de todos; a duras penas podréis conseguir, por sobresalientes que sean vuestros méritos, ser considerados no ya sus iguales, sino incluso sus cercanos émulos. La envidia de los rivales la sufren quienes están vivos; el que, en cambio, ya no representa un obstáculo para nadie, es honrado con generosa benignidad.
Y si, para aquellas esposas que ahora quedan viudas, debo también decir algo acerca de las virtudes propias de la mujer, lo resumiré todo en un breve consejo: grande será vuestra gloria si no desmerecéis vuestra condición natural de mujeres y si conseguís que vuestro nombre ande lo menos posible en boca de los hombres, ni para bien ni para mal.
XII
En conformidad con nuestras leyes y costumbres, pues, queda dicho en mi discurso lo que me parecía pertinente. Ahora, en cuanto a los hechos, los hombres a quienes estamos sepultando han recibido ya nuestro homenaje.
De la educación de sus hijos, desde este momento hasta su juventud, se hará cargo la ciudad. Tal es la provechosa corona que ella impone a estas víctimas, y a los que ellas dejan, como premio de tan valerosas hazañas. Cuando los más preciados galardones que una ciudad otorga son los que recompensan la valentía, entonces también posee ella los ciudadanos más valientes.
Y ahora, después de haber llorado cada uno a sus deudos, podéis marcharos.