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Afirma José Antonio Marina que "son inteligentes las sociedades justas. Y estúpidas las injustas. Puesto que la inteligencia tiene como meta la felicidad –privada o pública–, todo fracaso de la inteligencia entraña desdicha. La desdicha privada es el dolor. La desdicha pública es el mal, es decir, la injusticia...". Interesante tema para debatir... |
El
texto, que se ofrece a continuación, es el capítulo VII del opúsculo titulado “La
inteligencia fracasada (Teoría y práctica de la estupidez)”, publicado
originalmente en Madrid durante el año 2004. Plantea este texto que así como
hay sociedades inteligentes y sociedades estúpidas, por extensión puede decirse
que hay universidades inteligentes y universidades estúpidas, siendo las
últimas aquellas en las que “las creencias vigentes, los modos de resolver
conflictos, los sistemas de evaluación y los modos de vida disminuyen las posibilidades
de las inteligencias privadas”. Convencido de que la inteligencia creadora es
el gran recurso de una sociedad, ha ofrecido muchas conferencias para denunciar
el fracaso de algunas personas que, siendo inteligentes, incurren en conductas
estúpidas.
1.
Hasta ahora se ha tratado a la inteligencia como una facultad personal que
puede vivir en régimen privado o en régimen público, pero sin salir de su
ámbito individual. En el primer caso, su actividad se funda en evidencias privadas,
se guía por valores privados y emprende metas también privadas. En el segundo, busca
evidencias universales, se guía por valores objetivos, y emprende metas
compartidas.
En
ambos casos, se habla de una inteligencia individual, con su carné de
identidad. Un pensador eremítico, aislado entre las breñas, puede buscar en su
soledad verdades universales, es decir, está usando públicamente su
inteligencia, aunque esté solo.
Aquí,
en cambio, voy a hablar de la inteligencia social, la que emerge de los grupos,
asociaciones o sociedades, la que nos permite hablar de sociedades inteligentes
y sociedades estúpidas. La sociedad española dieciochesca que gritaba “Vivan
las cadenas”, la sociedad francesa que aplaudió la furia bélica y codiciosa de
Napoleón, la sociedad alemana que aclamó a Hitler y se dejó contagiar de sus
desvaríos, y la sociedad industrial avanzada que está construyendo una economía
que esquilma irreversiblemente la naturaleza o que impone un sistema que hace incompatible
la vida laboral y la vida familiar o una globalización que aumenta la brecha entre
países pobres y ricos, son ejemplos de fracasos de la inteligencia compartida.
Vayamos
paso a paso. ¿Qué entiendo por inteligencia social, comunitaria, compartida, o
como prefiera llamarla? No se trata de la inteligencia que se ocupa de las relaciones
sociales, sino de la inteligencia que surge de ellas. Es, podríamos decir, una inteligencia
conversacional. Cuando dos personas hablan, cada una aporta su saber, su capacidad,
su brillantez, pero la conversación no es la suma de ambas. La interacción las aumenta
o las deprime. Todos hemos experimentado que ciertas relaciones despiertan en nosotros
mayor ánimo, se nos ocurren más cosas, desplegamos perspicacias insospechadas.
En
otras ocasiones, por el contrario, salimos del trato con los humanos
deprimidos, idiotizados. La conversación ha ido resbalando hacia la
mediocridad, el cotilleo, la rutina. Nos ha empequeñecido a todos. Soy
el
mismo en ambas ocasiones, pero una de ellas ha activado lo mejor que había en
mí y otra lo peor. José Ortega y Gasset dijo una frase que ha tenido una
fortuna de mediada, porque sólo se ha hecho popular una mitad y la otra pasó
desapercibida. “Yo soy yo y mi circunstancia” es la mitad exitosa. “Y si no salvo
mi circunstancia, no me salvo yo”, es la mitad más importante, pero olvidada.
La
inteligencia social es un fenómeno emergente. He tomado la idea del mundo de la
economía. Los especialistas anglosajones en management acuñaron hace años un
concepto brillante –organizaciones que aprenden, learning organizations– que con
el tiempo se ha revelado muy útil. Los japoneses prefieren hablar de
organizaciones que crean conocimiento. Todos están de acuerdo en una cosa: hay
empresas inteligentes y empresas estúpidas. Aquellas gestionan bien la
información, detectan con rapidez los problemas, son capaces de resolverlos rápida
y eficazmente, fomentan la creatividad
y
alcanzan sus metas –crear valor corporativo– al mismo tiempo que ayudan a que
todos los implicados –los stakeholders– logren las suyas. Las estúpidas pasan a
engrosar el cementerio empresarial.
Las
empresas inteligentes consiguen que un grupo de personas, tal vez no extraordinarias,
alcancen resultados extraordinarios gracias al modo en que colaboran. Una
organización inteligente es la que permite desarrollar y aprovechar los
talentos individuales mediante una interacción estimulante y fructífera.
Comienza a hablarse de “capital intelectual” como uno de los grandes activos
económicos, más aún, como la única riqueza verdadera.
Me
parece muy provechoso extender esta noción a todo tipo de organizaciones, grupos,
instituciones o sociedades. Hay parejas inteligentes y parejas estúpidas,
familias inteligentes y familias estúpidas, sociedades inteligentes y
sociedades estúpidas. El criterio es siempre el mismo. Las agrupaciones inteligentes
captan mejor la información, es decir, se ajustan mejor a la realidad, perciben
antes los problemas, inventan soluciones eficaces y las ponen en práctica. Así
pues, junto a la inteligencia personal (que puede usarse privada o
públicamente) encontramos una inteligencia social, que también tiene sus fracasos
y sus éxitos.
2.
¿Se puede hablar de “inteligencia social” sin caer en mitologías peligrosas como
las que fabulan un espíritu de las naciones, de las razas o de las clases? No
sólo es posible sino necesario. Para explicar lo que entiendo por inteligencia
social utilizaré un ejemplo señero: el lenguaje, uno de los más fascinantes misterios
de la sociedad. ¿Quién lo creó? ¿A quién se le ocurrió el formidable in vento
del subjuntivo o del adverbio o de la voz pasiva?.
A
nadie y a todos. Los lenguajes, como las culturas, son creaciones colectivas,
panales de un enjambre muy particular, cada una de cuyas abejas es un sujeto
independiente, que puede introducir pequeños o grandes cambios en la colmena.
Una necesidad universal y ubicua –comunicarse– conduce a la invención de modos
cada vez más eficaces de hacerlo, que son aceptados y afinados por la comunidad.
La inteligencia social es una tupida red de interacciones entre sujetos
inteligentes. Cada uno aporta sus capacidades y sus saberes, y resulta
enriquecido o empobrecido por su relación con los demás. Es una gran
conversación coral. Hay un tejemaneje interminable entre personajes
distinguidos, personas pasivas, grupos revolucionarios, grupos rutinarios,
ocurrencias individuales, ocurrencias colectivas, que configuran una creación
mancomunada que depende de la colectividad pero que es in dependiente de cada
uno de los miembros de la colectividad.
Reflexione
usted sobre cómo se instaura una moda. Hay personajes influyentes –los creadores
de tendencias, los medios de comunicación, los persuasores de todo tipo–, pero
en último término la moda se basa en un indeterminado pero copioso número de decisiones
más o menos libres. Nadie puede, por ejemplo, introducir una palabra en el
lenguaje. A lo sumo puede inventar un término y proponer su uso, pero que se
generalice depende de los demás. Hace años intenté que se aceptara la palabra
“estoicón” para designar a los miembros de una pareja más estable que un ligue pero
más provisional que un matrimonio. Me había basado en la expresión “Desde hace
dos años, estoy con Fulanita o con Menganito”. El verbo “estar” siempre indica
una situación más efímera que el verbo “ser”. Mi propuesta no triunfó y por
ello no puedo alardear de haber inventado una palabra española, sino
sólo
un vocablo privado, de uso personal.
La
interacción de sujetos inteligentes produce un tipo nuevo de inteligencia –la inteligencia
comunitaria o social– que produce sus propias creaciones: el lenguaje, las morales,
las costumbres, las instituciones. No existe un espíritu de los pueblos o cosa
semejante, sino un tupido tejer de agujas múltiples.
Los
intercambios recurrentes, copiosos, indefinidos producen pautas estables. Hay
un minucioso trabajo de invención, reflexión, crítica, reelaboración,
contrastación, puesta a prueba, proselitismo, iteración, rechazo, vueltas
atrás, utopías, reivindicaciones, condenas, inquisiciones, librepensadores,
científicos, estúpidos, santos, malvados, gentes del común, víctimas, verdugos,
que sufriendo bandazos con frecuencia sangrientos, gracias a la inclemente
pedagogía del escarmiento y a la gloriosa del placer y la alegría, produce una consistente
segunda realidad. Los teóricos que hablan de la construcción de la realidad, frecuentemente
con exageración, se refieren a la obra de estos telares infinitos y anónimos.
3.
¿Cómo sabemos que una sociedad fracasa? Los seres humanos son intrínsecamente sociales.
La sociedad, con sus ventajas y exigencias, con sus complejidades y riesgos, ha
ido modelando, ampliando, cultivando el cerebro y el corazón humanos. Somos
híbridos de neurología y cultura. El lenguaje y la libertad son creaciones
sociales. Pero, además de esta inevitable índole social, los seres humanos conscientemente
desean vivir en sociedad porque en ella descubren más posibilidades vitales.
“Nadie se une para ser desdichado”, decían los filósofos de la Ilustración, y
los revolucionarios de 1789 lo afirmaron alegremente en su constitución: “La
meta de la sociedad es la felicidad común”. La ciudad, por utilizar un nombre
clásico, es fuente de soluciones. El hombre solitario no puede sobrevivir. Buscando,
pues, su felicidad privada el ser humano sein tegra en el espacio público, y
esto tiene trascendentales consecuencias.
La
primera es que debe coordinar sus metas, sus aspiraciones, sus conductas, con
las metas, aspiraciones y conductas de los demás. Esta interacción continua es
el fundamento de la inteligencia social, de la que depende el capital intelectual
de una sociedad, sus recursos. Daré una fórmula sencilla, más que nada
mnemotécnica, de los componentes de esta inteligencia:
Inteligencia
social = inteligencias personales
+ sistemas de
interacción pública
+ organización
del poder.
Una
sociedad de personas poco inteligentes, torpes, ignorantes, perezosas o sin
capacidad crítica, no puede superar ningún test de inteligencia social. Pero
tampoco podría hacerlo una sociedad compuesta sólo de genios egoístas o
violentos. Es el uso público de la inteligencia privada lo que aumenta el
capital intelectual de una comunidad.
Al
convertirse en ciudadano, el individuo se instala en un ámbito nuevo –la
ciudad– que no puede ser una mera agregación de mónadas cerradas, sino que es
forzosamente un sistema de comunicación interminable, donde todos influyen
sobre todos, para bien o para mal. Los sistemas de interacción pública también
determinan en la inteligencia social. No es lo mismo una comunidad dialogante que
una comunidad perpetuamente en gresca, una ciudad generosa que una ciudad mezquina.
Por último, el mal gobierno puede despeñar a una sociedad por el abismo de la estupidez,
lo cual es siempre trágico, por que pagan inocentes los desmanes del poderoso.
Todavía
parece increíble lo que hizo Hitler con Alemania, Stalin con Rusia, Pol Pot con
Camboya y, podríamos añadir, Alejandro Magno con Macedonia, Calígula con Roma, Napoleón
con Francia, los papas del renacimiento con la Iglesia, etcétera, etcétera,
etcétera.
A
los ciudadanos les interesa sobremanera que la ciudad disfrute de un gran capital
intelectual, que tenga la inteligencia necesaria para resolver los problemas
que afectan a todos. La historia de la Humanidad puede contarse como un
esfuerzo por crear formas de convivencia más inteligentes y también, como es
notorio, como la crónica de sus fracasos y de sus éxitos.
En
las culturas arcaicas, la ciudad estaba por encima del ciudadano, al que exigía
una sumisión ilimitada. Esta idea llega hasta el Estado totalitario del siglo
pasado, que aceptado como fuente dispensadora de todos los derechos del individuo,
podía arrebatárselos cuando quisiera. “El Estado lo es todo; el individuo,
nada” es una aclamada máxima fascista. La inteligencia social fue rebelándose
contra esta tiranía, defendiendo los derechos individuales previos al Estado, desintoxicándose
de la sumisión. Apareció así la idea de la dignidad inviolable del individuo. Un
logro tardío. ¿Cómo se llegó a esa invención? ¿De dónde sacó fuerza y consejo la
inteligencia comunitaria para dar a luz una idea tan brillante? Pues de la
inteligencia de sus ciudadanos. Estos se habían incorporado a la ciudad buscando
mejores condiciones para alcanzar sus metas particulares, su felicidad en una
palabra, y no podían consentir que la ciudad fuese una fuente de desdichas.
Trabajaron
entonces para defenderse de la Ciudad tiránica, pero manteniéndose dentro de la
Ciudad benefactora. La felicidad privada consiste en la armoniosa realización
de las dos grandes motivaciones humanas: el bienestar y la ampliación de
posibilidades. Pues bien, para ambas cosas pedimos ayuda a la ciudad, y la
ciudad fracasa si no nos las proporciona.
Sociedades
estúpidas son aquellas en que las creencias vigentes, los modos de resolver
conflictos, los sistemas de evaluación y los modos de vida, disminuyen las
posibilidades de las inteligencias privadas. Una sociedad embrutecida o
encanallada produce es tos efectos. Y también una sociedad adictiva, como es la
nuestra en opinión de los expertos. La vulnerabilidad a las adicciones es un
fenómeno cultural. Arnold Washton, un conocido especialista, señala: “Más y más
personas están comenzando a darse cuenta de que nuestra avidez nacional por los
productos químicos es sólo un aspecto de un problema nacional de conductas adictivas:
no únicamente el uso indebido de las drogas.”
He
dicho frecuentemente que las drogas no son un problema, sino una mala solución
a un problema. Washton escribe: “El hecho de que estemos buscando esas
gratificaciones a través de la adicción nos revela algo sobre el contexto
social en que esto está ocurriendo: colectivamente, se recurre a los elementos
alteradores del estado de ánimo para satisfacer necesidades reales y legítimas que
no son adecuadamente satisfechas dentro de la trama social, económica y
espiritual de nuestra cultura.” Es una mezcla de “mentalidad del arreglo
rápido” y de “sentimiento de impotencia”. Annie Gottlieb, en su estudio sobre
la generación de los años sesenta titulado Do You Believe in Magic?, escribe:
“Es
el legado más agridulce que le dejaron las drogas a nuestra generación: el
deseo de “sobre volar” por encima de una vida llena de altibajos. Las drogas
fueron como un helicóptero que nos depositara en el Himalaya para disfrutar de
la vista, sin haber tenido que escalar. Esa experiencia nos dejó, durante años,
con una avidez de éxtasis, una impaciencia por las cosas terrenas, una
desconfianza en la eficacia del esfuerzo. A quienes tomaban un atajo hasta el
mundo de la magia, les ha costado mucho aprender a tener paciencia, perseverancia
y disciplina, a tolerar el exilio en el mundo común y corriente.”
No
puedo eludir un problema. ¿La aceptación social garantiza la bondad de una solución?
Rotundamente no. No es verdad que la mayoría tenga siempre razón ni que el
pueblo no se equivoque nunca, como un discurso políticamente correcto dice con notoria
frivolidad. Una sociedad resentida o envidiosa o fanática o racista puede
equivocarse colectivamente, y, por el contrario, un hombre solo puede tener
razón frente al mundo entero. Por eso, al hablar de éxito o fracaso de la
inteligencia colectiva necesitamos apelar a algún criterio de evaluación. Le propongo
el siguiente: Debemos conceder a la inteligencia social la máxima jerarquía
cuando proponga formas de vida que un sujeto ilustrado y virtuoso, en pleno uso
público de su inteligencia, tras aprovechar críticamente la información
disponible, considera buenas.
Como
habrá reconocido el lector avezado, es una propuesta estrictamente
aristotélica, pero que incluye las propuestas de Rawls, Habermas y otros
teóricos. No sonría al leer mi referencia a la virtud. ¿Qué otra cosa pedimos a
un juez para poder confiar en él? La imparcialidad, la objetividad, el estudio
minucioso de las circunstancias, la equidad, son virtudes, es decir, hábitos
que perfeccionan el juicio. Pero si al final el último juez ha de ser una
persona concreta, ¿por qué doy tanta importancia a la inteligencia colectiva? Porque
la complejidad social impide que una inteligencia aislada pueda manejar toda la
información necesaria. Las experiencias
personales,
la variedad de las circunstancias, la comprobación práctica de la eficacia de las
propuestas teóricas, son indispensables
para
una justa solución de los problemas.
Me
convenció de ello un racionalista tan estricto como Jacques Maritain, que
después de intentar fundamentar los principios éticos acabó reconociendo que
“el factor más importante en el progreso moral de la humanidad es el desarrollo
experimental del conocimiento, que se registra al margen de los sistemas
filosóficos”. La práctica es la definitiva corroboración de la teoría.
He
dicho muchas veces que la Historia es el banco de pruebas de los sistemas normativos.
Muchas creencias que fueron mayoritariamente aceptadas en su época acabaron siendo
rechazadas tras una larga y con frecuencia terrible experiencia. Tenemos una sabiduría
de escaldados. Podría multiplicar los ejemplos: la esclavitud, la
discriminación de la mujer o de los negros, la ignorancia de los derechos de
los niños, el carácter sagrado de los reyes, los estados confesionales y teocráticos,
el proceso de inmunización a que se acogen los dogmatismos religiosos, la
supremacía de la raza, el uso de la tortura como procedimiento judicial
legítimo, y muchos otros. La vigencia de estas creencias disparatadas, erróneas
o perversas es un gran fracaso de la inteligencia social.
Los
fracasos de la sociedad, como los del individuo, pueden ser cognitivos, afectivos
y operativos. Este capítulo sirve, por ello, como recordatorio de lo ya
explicado.
4.
Fracasos cognitivos. La inteligencia fracasa cognitivamente cuando mantiene creencias
blindadas. Los prejuicios, la superstición, el dogmatismo y el fanatismo son
fenómenos sociales antes que personales. Hay culturas que los fomentan y
protegen. La intolerancia religiosa repite una y otra vez los mismos comportamientos.
El débil reclama la libertad que le protege del tirano, pero si llega a ser poderoso
se olvida de lo que antes pedía. Los cristianos, perseguidos cruelmente por el Sanedrín
y por el Imperio, reclamaron tolerancia. A principios del siglo III, Tertuliano
escribió: “Tanto por la ley humana como por la natural, cada uno es libre de adorar
a quien quiera. La religión de un individuo no beneficia ni perjudica a nadie
más que a él. Es contrario a la naturaleza de la religión imponerla por la
fuerza.” Pero en el año 313 Constantino reconoció legalmente a los cristianos,
y
un siglo después la Iglesia, contaminada por el poder, había admitido la
persecución de los heterodoxos. Los emperadores romanos proscribieron el
paganismo. Entonces cambiaron las tornas y a finales del siglo IV eran los
paganos ilustres los que defendían la libertad de culto contra los que la
defendían un siglo antes. “Uno itinere non potest perveniri ad tam grande
secretum.” “¡No hay un solo camino”, exclamó Símaco en el senado romano en el
año 384, “por el que los hombres puedan llegar al fondo de un misterio tan
grande!” Pero ya habían perdido la vez.
El
protestantismo repite el modelo. Lutero blande la libertad de conciencia, el libre
examen, como arma devastadora contra la Iglesia. En peligro, a punto de recibir
la bula de excomunión, defiende con toda contundencia la libertad religiosa:
“No se debe obedecer a los príncipes cuando exigen sumisión a errores
supersticiosos, del mismo modo que tampoco se debe pedir su ayuda para defender
la palabra de Dios.” Pero unos años después, cuando se siente más fuerte, se olvida
de lo dicho y pide ayuda a los príncipes, y los exhorta para vengarse sin
piedad a los réprobos. Los luteranos persiguen implacablemente a los
anabaptistas, que cuando les llegó el turno los persiguieron con el mismo afán,
tras conseguir el poder en Münster. Lo mismo sucedió en el mundo musulmán. Aún
se mantiene abierta la lucha entre chiíes y sunitas, y en algunos países, como
Sudán, desde el gobierno musulmán se lleva a cabo una guerra de exterminio
contra los cristianos. Todos estos sucesos son terribles fracasos de la inteligencia,
encerrada en un fanatismo que, incapaz de aprender de la experiencia, repite
una y otra vez las mismas brutalidades.
Podría
escribir una historia de las culturas intoxicadas que recogiera las creencias falsas
que han servido para legitimar situaciones injustas. Por ejemplo, la diferencia
radical de los seres humanos, la radical separación de castas que todavía
perdura en regiones de la India, la discriminación por razón de sexo o de raza.
Ni siquiera Aristóteles, el gran educador ético de Europa, se libró de este
tipo de creencias, pues afirmó que la esclavitud pertenecía al orden natural:
La
naturaleza quiere incluso hacer diferentes los cuerpos de los esclavos y los de
los libres; unos, fuertes para los trabajos necesarios;
otros,
erguidos e inútiles para tales menesteres, pero útiles para la vida política- (Política,
1254b).
Las
creencias sobre la homosexualidad proporcionan un dramático y actual caso de
estudio. En 1936 Himmler promulgó un decreto que decía: “En nuestro juicio de la
homosexualidad (síntoma de degeneración que podría destruir nuestra raza) hemos
de volver al principio rector: el exterminio de los degenerados.” En
consecuencia, dio orden de enviarlos a campos de nivel 3, es decir, a campos de
exterminio. Según la iglesia luterana austríaca fueron asesinados más de doscientos
mil. Pero la injusticia no terminó con la caída del régimen nazi. Después de la
guerra se compensó generosamente a los supervivientes de los campos de
concentración, excepto a los homosexuales, porque continuaban siendo legalmente
“delincuentes” según la legislación alemana. Al menos hasta el año 2000 la
homosexualidad masculina estaba castigada con pena de muerte en Afganistán,
Pakistán, Chechenia, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Irán, Yemen, Mauritania
y Sudán. La intolerancia es siempre un fracaso de la inteligencia, lo que no significa,
sin embargo, que la tolerancia sea siempre un triunfo.
Me
referiré ahora a creencias no tan sanguinarias pero que influyen decisivamente en
la vida de las sociedades. Las ideas que una sociedad tiene acerca de lo que es
la inteligencia y la libertad condicionan su modo de enfrentar se con los
problemas. En Occidente, la mayor parte de las definiciones de inteligencia se
centran en la habilidad cognitiva, cosa que no ocurre en otras culturas. Dasen
comparó las creencias americanas con las de una tribu africana, los baoulé. Las
dos sociedades concebían la inteligencia en términos de alfabetización, memoria
y capacidad de procesar la información rápidamente, pero los baoulé
consideraban que esas habilidades sólo adquirían significado cuando se
aplicaban al bienestar de la comunidad. Los baoulé enfatizaban la inteligencia
social, es decir, orientada a colaborar con otros y servir al grupo. Estoy de
acuerdo con ellos.
La
idea de libertad determina también la inteligencia de una sociedad. El gran Montesquieu
dice en el libro XI, 2 de El espíritu de las leyes, refiriéndose a los
moscovitas de la época de Pedro el Grande, que “por mucho tiempo han creído que
la libertad consistía en el uso de llevar la barba larga”. Tal vez no hayamos
progresado mucho. ¿Qué lugar debe ocupar la libertad en la jerarquía de
valores? La glorificación de la libertad es una creación de Occidente. Otras
culturas consideran más importantes otros valores como la paz, la concordia, la
obediencia a la ley.
En
Occidente ha prevalecido últimamente una creencia acerca de la libertad que
augura muchos fracasos sociales, y que podría enunciarse así: Sólo es libre la
acción espontánea. Es difícil negarse a esta evidencia, que, sin embargo,
encierra una contradicción insostenible. Afirma una idea de libertad que anula la
libertad. En efecto, si el comportamiento no es espontáneo, es coaccionado. El superego,
la educación, las normas, el qué dirán o la moral del grupo, dirigen y anulan
la libertad. El sujeto, por lo tanto, no es libre. Pero ocurre que si actúa espontáneamente,
tampoco lo es, por que la espontaneidad es mera pulsión. Lo que llamamos
naturalidad no es más que el determinismo de la naturaleza. La paradoja nos ha
cazado: si quiero ser libre no puedo ser espontáneo, ni dejar de serlo. Esta
falsa idea de libertad lleva a la conclusión de que sólo se es libre si se está
absolutamente desvinculado de todo. Y esto es la negación de la inteligencia
comunitaria. Su fracaso.
5.
Fracasos afectivos. Las sociedades fomentan estilos afectivos diferentes, por ello
hay culturas pacíficas y culturas belicosas, culturas egoístas y culturas
solidarias. En Sexo y temperamento, Margaret Mead muestra dos modelos de
afectividad social. Los arapesh son un pueblo cooperador y amistoso. Trabajan juntos,
todos para todos. El beneficio propio parece detestable. “Sólo había una familia
en el poblado”, cuenta la autora, “que demostraba apego por la tierra, y su actitud
resultaba incomprensible para los demás.” Se caza para mandar la comida a otro.
“El hombre que come lo que él mismo caza, aunque sea un pajarillo que no dé
para más de un bocado, es el más bajo de la comunidad, y está tan lejos de todo
límite moral que ni se
intenta
razonar con él.”
Para
los arapesh el mundo es un jardín que hay que cultivar. Mi alma de horticultor no
puede dejar de conmoverse ante esta poética concepción del mundo. El deber de
los niños y del ñame es crecer. El deber de todos los miembros de la tribu es
hacer lo necesario para que los niños y el ñame crezcan. Cultivo de los niños,
cultura del ñame, o al revés. Hombres y mujeres se entregan a tan maternal
tarea con suave entusiasmo. Los niños son el centro de atención, la educación entera
es educación sentimental. No hace falta que el niño aprenda cosas, pues lo importante
es suscitar en él un sentimiento de confianza y seguridad. Hacerle bondadoso y
plácido, eso es lo importante. Se le enseña a confiar en todo el mundo. Los niños
pasan temporadas en casa de sus familiares, para que se acostumbren a pensar
que el mundo está lleno de parientes.
A
ciento sesenta kilómetros de los pacíficos arapesh viven los mundugumor, que
han creado una cultura áspera, incómoda, malhumorada. Todo parece fastidiarles,
lo que no es de extrañar, porque su organización fomenta un estado de cabreo
perpetuo.
La
relación con el sexo opuesto y la organización familiar están cuidadosamente
diseñadas para provocar irremediables conflictos. La estructura básica de
parentesco se llama rope y es una máquina perfecta de intrigas y odios. El
padre y la madre encabezan familias distintas. El rope del padre está compuesto
por sus hijas, sus nietos, sus bisnietas, sus tataranietos, es decir, una
generación femenina y otra masculina. El rope mater no está contrapeado. Ambas
familias se odian, no por casualidad, sino por los ritos de casamiento. Los
mundugumor cambian una novia por una hermana, por lo que los hijos consideran a
su padre un rival peligroso, que puede cambiar a sus hijas por unas esposas más
jóvenes para él. En reciprocidad, los hijos son también un peligro para el
padre, que ve su crecimiento como el crecimiento de unos enemigos. En cada
choza mundugumor hay una esposa enfadada y unos hijos agresivos, listos para
reclamar sus derechos y mantener en contra del padre sus pretensiones sobre las
hijas, única moneda para comprar una novia. No es de extrañar que la noticia de
un embarazo se reciba con disgusto. El padre sólo quiere hijas para ampliar su rope.
La madre quiere hijos, por lo mismo. La educación de los niños es una minuciosa
preparación para este mundo sin amor. No hay lugar para la tranquilidad o la
alegría. Todos los mundugumor saben que por una u otra razón tendrán que pelear
con su padre, con sus propios hermanos, con la familia de su mujer, con la
propia mujer. Las niñas ya saben que serán el origen de las peleas. Ése será su
dudoso privilegio.
Los
estilos afectivos sociales condicionan la vida del individuo, ampliándola o
disminuyéndola. El odio, la agresividad, la envidia, la impotencia, la
soberbia, extravían a las sociedades. Según Fukuyama, en los años sesenta se
produjo una gran ruptura social. Aumentó la delincuencia, se generalizaron las
disoluciones familiares y disminuyó la confianza entre los ciudadanos. Estos tres
fenómenos derivaban de un cambio más profundo, a saber, de una quiebra del
capital social, de la inteligencia comunitaria, que por un cóctel tóxico de
malas creencias y malos sentimientos acabó planteando más problemas de los que
era capaz de resolver.
Las
sociedades pueden encanallarse cuando se encierran en un hedonismo
complaciente, y carecen de tres sentimientos básicos: compasión, respeto y
admiración. Compadecer es sentirse afectado por el dolor de los demás, y es la
base del comportamiento moral. Considerar la compasión como un sentimiento
paternalista y humillante es una gigantesca corrupción afectiva. Cada vez que se
grita “No quiero compasión sino justicia” se está olvidando que ha sido
precisamente la compasión la que ha abierto el camino a la justicia. Respeto es
el sentimiento adecuado ante lo valioso. Se trata de un sentimiento activo, que
se prolonga en una acción de cuidado, protección y ayuda. Es, sobre todo, el sentimiento
que capta y aprecia la dignidad del ser humano. Cuando desaparece se cae en la
trivialización y en la tiranía del que-mas-dá.
Por
último, la admiración es la valoración de la excelencia. Un igualitarismo mal
entendido nos impide apreciar a los demás. “Nadie es más que nadie” es una
afirmación estúpida por degradante. No es lo mismo el hombre que ayuda a los
demás que el hombre que los tortura. No es lo mismo Hitler que Mandela. La
carencia de admiración es un encanallamiento. Tenía razón Rousseau cuando se quejaba
en una carta a D’Alembert: “Hoy, señor, no somos ya lo suficientemente grandes para
saberos admirar.”
6.
Fracasos operativos. La inteligencia social puede equivocarse en las metas. Por
ejemplo, cuando crea mitologías a las que sacrifica los derechos individuales,
la felicidad del ciudadano. La gloria nacional ha sido una de ellas. Colbert,
ministro de Luis XIV, organizó eficazmente la economía francesa, pero su meta
no era la prosperidad de los franceses, sino la financiación de las guerras
expansivas del rey. Henri Guillemin, en su requisitoria contra Napoleón,
escribe: “Necesitaba deslumbrar a la plebe republicana, a la que había reducido
al silencio, con la gloire. No sólo a corto plazo sino constantemente. Era un
buen procedimiento para que pensara en otra cosa y no en su situación real.”
Cuando la Nación, la Raza, el Partido, la Iglesia, el Bien común, como
abstracción, se yerguen como marco supremo, se agazapan tras unas mayúsculas
amedrentadoras, acaban destruyendo a los ciudadanos.
Las
sociedades pueden proponerse metas contradictorias. El régimen soviético intentó
hacer compatible la estatización de la economía con su eficacia. No era
posible. Los mecanismos del mercado permiten un
mejor
aprovechamiento de la información y una asignación de recursos más productiva. Un
fracaso en los sistemas ejecutivos puede darse por exceso o por defecto. El
exceso es la tiranía, que en ocasiones es aceptada gustosamente por la
sociedad, lo que supone un fracaso de su inteligencia. El miedo, por ejemplo,
impulsa a esa abdicación de la libertad. El defecto es la anarquía, cuando quiebran
todos los sistemas de control. Suele llevar a la tiranía por compensación. Heródoto
cuenta que cuando moría el emperador de Persia se suspendían durante cinco días
todas las leyes. Los desmanes sufridos durante ese paréntesis anárquico hacían
que el pueblo anhelase la llegada de un nuevo emperador. La inteligencia, como
he repetido tantas veces, culmina en la resolución de los problemas prácticos,
en especial de los que se refieren a la felicidad personal y a la dignidad de
la convivencia.
La
convivencia humana ha planteado siempre problemas enconados que cada cultura ha
intentado resolver a su manera. El valor de la vida, la propiedad de los bienes
y su distribución, la sexualidad, la familia y la educación de los hijos, la
organización del poder político, el trato a los débiles, ancianos o enfermos,
el comportamiento con los extranjeros y la relación con los dioses han sido,
son y probablemente serán los fundamentales.
Una
evolución histórica agitada y feroz ha ido seleccionando los métodos mejores para
resolver esta contienda inacabable. La inteligencia comunitaria, después de
recorrer muchos laberintos, denomina “justicia” a la mejor solución de
conflictos. Una cosa es terminar un problema y otro resolverlo. Un pleito por
un prado se termina cuando uno de los con tendientes saca una escopeta y mata
al otro. Se ha terminado, pero no se ha resuelto. Lo de “muerto el perro se
acabó la rabia” no vale ni para los perros. Lo importante es que desaparezca el
bacilo de la rabia. Un problema sólo se resuelve cuando se termina dejando a
salvo los valores para la convivencia. De lo contrario, retoñará. El escritor
israelita Amos Oz transcribe una conversación con un compatriota defensor de
una política de fuerza. La tesis de este halcón es que para conseguir la
deseada paz hay que destrozar al enemigo, como sea, incluso con armas
nucleares, y que postergarlo sólo servirá para aumentar el sufrimiento: Estoy
dispuesto a cumplir voluntariamente el trabajo sucio para el pueblo de Israel,
a matar a los árabes que haga falta, a expulsarlos, perseguirlos, quemarlos,
hacer nos odiosos... Hoy ya podríamos tener todo…esto detrás de nosotros,
podríamos ser un pueblo normal con valores vegetarianos...y con un pasado
levemente criminal: como todos. Como los ingleses y los franceses y los
alemanes y los estadounidenses, que ya han olvidado lo que hicieron a los
indios, a los australianos, que han aniquilado a casi todos los aborígenes,
¿quién no? ¿Qué tiene de malo ser un pueblo civilizado, respetable, con un
pasado ligeramente criminal? Eso ocurre hasta en las mejores familias.
Tiene
razón al decir que ésta ha sido la política aplica da a lo largo de la
historia. En cada momento se terminó con el problema, pero no se solucionó
nunca. Por eso la historia humana continúa siendo el libro de cuentas de un
matadero, como siempre ha sido: este empecinamiento es un cruel fracaso de la
inteligencia.
7.
El triunfo de la inteligencia personal es la felicidad. El triunfo de la
inteligencia social es la justicia. Ambas están unidas por parentescos casi olvidados.
Hans Kelsen, uno de los grandes juristas del pasado siglo, los describió con claridad:
“La búsqueda de la justicia es la eterna búsqueda de la felicidad humana. Es una
felicidad que el hombre no puede encontrar por sí mismo, y por ello la busca en
la sociedad. La justicia es la felicidad social, garantizada por el orden
social.” La felicidad política es una condición imprescindible para la
felicidad personal. Hemos de realizar nuestros proyectos más íntimos, como el
de ser feliz, integrándolos en proyectos compartidos. Sólo los eremitas de
todos los tiempos y confesiones han pretendido vivir su intimidad con total
autosuficiencia. Han sido atletas de la desvinculación. De todo esto se desprende
un colorario:
Son
inteligentes las sociedades justas. Y estúpidas las injustas. Puesto que la
inteligencia tiene como meta la felicidad –privada o pública–, todo fracaso de
la inteligencia entraña desdicha. La desdicha privada es el dolor. La desdicha
pública es el mal, es decir, la injusticia.
8.
Una condición de la justicia es elegir bien el marco al que adjudica mayor jerarquía.
Al final del capítulo anterior planteaba la cuestión de si debía ser el marco
individual o el marco social el que ocupase ese lugar de preeminencia. La
tensión entre individuo y sociedad es inevitable. El individuo, que acude a la
ciudad para aumentar su libertad, vuelve a su casa cargado de deberes, lo que
le produce cierta irritación. Creo que los grandes fracasos de la inteligencia
social aparecen cuando no resuelve bien esta tensión.
El
relativismo extremo arma una trampa social. Se ha extendido la idea de que es
un síntoma de progresismo político, y que la equivalencia de todas las
opiniones es el fundamento de la democracia, creencia absolutamente imbécil y
contradictoria. Si todas las opiniones valen lo mismo, las creencias de los
antidemócratas son tan válidas como las de los demócratas. De hecho, los
neofascistas europeos se han apuntado al carro posmoderno. Escuche lo que dice
Jean-Yves Gallou: “No existe una lógica universal que sea válida para todos los
seres racionales. A todo sustrato étnico corresponde una lógica propia, una
visión del mundo propia.” El relativismo cultural, que tan liberador parecía,
acaba en el nazismo. Noam Chomsky, de cuya ejecutoria democrática y
antiimperialista nadie dudará, ha denunciado vigorosamente el carácter
reaccionario de esta aparente progresía: “Hoy día, los herederos de los intelectuales
de izquierda buscan privar a los trabajadores de los instrumentos de emancipación,
informándonos de que el proyecto de los enciclopedistas ha muerto, que debemos
abandonar las ilusiones de la ciencia y de la racionalidad, un mensaje que llenará
de gozo a los poderosos, encantados de monopolizar esos instrumentos para su propio
uso.”
Todavía
son un atentado más grave contra la inteligencia social las creencias
desmoralizadoras. Las que niegan la necesidad o la posibilidad de ponernos de
acuerdo sobre la idea de justicia. Estamos apresados entre los cuernos de una
paradoja alumbrada por la historia de la moral occidental. Hemos puesto como
valor supremo la autonomía personal, lo que debilita el poder de las normas universales,
una de las cuales es el valor de la autonomía personal. El arroyo ciega la fuente
de la que procede. Sófocles lo mostró ya en Antígona. La protagonista hace caso
a su conciencia y se enfrenta a las leyes de la ciudad. El coro la increpa
llamándola autonomós, que suena a reproche y no a elogio.
Ha
sido arrastrada por su soberbia, prefiriendo su ley privada a la ley común.
También se descubre el proceso paradójico en la historia del cristianismo. La
doctrina eclesial de la responsabilidad personal acaba en el libre examen, que
se convierte en una instancia contra la doctrina eclesial. En caso de
enfrentamiento entre la norma moral establecida y mi conciencia moral, ésta
debe prevalecer. Tal paradoja ha penetrado incluso en los sistemas legales. La
objeción de conciencia es una paradoja jurídica. Una ley autoriza a que en
ciertos casos se incumpla la ley.
La
inteligencia social ha descubierto, pues, el valor de la libertad de
conciencia, con lo que convierte a la propia conciencia en máximo tribunal del
comportamiento. Esto es verdadero y disparatado, según se mire. Lo único que
este derecho protege es la personal búsqueda de la verdad. La protege,
ciertamente, pero también la exige.
En
este momento, mi argumento cierra su círculo. Al hablar de la inteligencia personal
había indicado que había un uso privado y un uso público. El privado buscaba evidencias
privadas, se guiaba por valores privados y emprendía metas privadas. El uso
público buscaba evidencias universales, se guiaba por valores objetivos y
emprendía metas comunes. Pues bien, lo que nos dice la inteligencia comunitaria
es que la justicia, que es su gran creación, exi ge un uso público de la
inteligencia.
La
libertad de conciencia sólo adquiere su legitimidad total cuando esa conciencia
se compromete a buscar la verdad, a escuchar argumentos ajenos, atender a
razones, y rendirse valientemente a la evidencia, aunque vaya en su contra. Es
decir, a saltar por encima de los muros de su privacidad. Sin esta
contrapartida, el derecho a la libertad de conciencia puede convertirse en protector
de la obstinación y el fanatismo, grandes derrotas de la inteligencia, como ya hemos
visto. El uso público de la inteligencia se propone salir del mundo de las
evidencias privadas, donde puede emboscarse el capricho, la obcecación, o el
egoís mo, para buscar el mundo de las evidencias universalizables que pueden
compartir todos los seres humanos.
Necesitamos
recuperar el mensaje de Antonio Machado: En mi soledad he visto cosas muy
claras, que no son verdad.
9.
El mundo actual, desgarrado por un choque de civilizaciones, necesita saber a qué
atenerse en este asunto. Las creencias privadas son legítimas mientras no
afecten a otras personas. En este caso, deben someterse a las evidencias
universales. La importancia de aceptar este principio se pone de manifiesto con
especial agudeza en los enfrentamientos religiosos. Aunque a estas alturas del
libro el lector se encuentre agotado, debo exigirle un último es fuerzo de
atención porque necesito explicarle algo sobre la verdad. Solemos decir que la
verdad es la concordancia entre un pensamiento y la realidad, pero esta
afirmación tan clara deja muchas cosas en la sombra. Prefiero definir la verdad
como la manifestación evidente de un objeto. Le acompaña una certeza subjetiva.
El
primer principio de una teoría del conocimiento es: “Lo que veo, lo veo.” Por ejemplo,
que el sol se mueve en el cielo. Por desgracia, ese inexpugnable principio
tiene que completarse con otro que le baja los humos: “Toda evidencia puede ser
tachada por una evidencia más fuerte.” Es decir, la evidencia de que el sol se
mueve en el cielo es tachada por una evidencia astronómica que nos dice que es
la Tierra la que se mueve alrededor del sol.
Tengo
que propinarle una definición: Entiendo por verdad la manifestación evidente de
un objeto. Le acompaña la certeza subjetiva, y puede expresarse en un juicio, que
llamaríamos “juicio verdadero”. Su fuerza depende del es tado de verificación
en que se halle. Lo que llamamos ver dad científica no es más que la teoría
mejor corroborada en un momento dado. Ahora, en física, es la mecánica cuántica
y la teoría de la relatividad. Mañana, ¿quién sabe? Por el rango de su
corroboración tenemos que distinguir las verdades privadas, las verdades
privadas colectivas y las verdades universales.
Verdades
privadas son aquellas que por su objeto, por la experiencia en que se fundan,
por la imposibilidad de universalizar la evidencia, quedan reducidas al mundo
de una persona. Es privada también una verdad científica antes de que haya sido
demostrada. Son, pues, verdades biográficas, no verdades reales, es decir,
intersubjetivas. Por ejemplo, la confianza que tengo en una persona es una
verdad privada que se funda en dos evidencias: estoy seguro de mi confianza, y estoy
seguro de que la otra persona es de fiar.
Esto
último puede manifestarse falso en la continuación de la experiencia, es decir,
la verdad privada también puede falsarse, empleando el término de Popper. Lo
que no se puede hacer es universalizarla, porque la experiencia en que se basa
es privada. La vida va confirmando o rebatiendo una parte importante de
nuestras verdades privadas, da igual que se trate de un amor o de una
experiencia religiosa. Desde fuera del sujeto dichas verdades pueden no tener
sentido, pero no pueden rebatirse. No puedo decir que quien dice que ha visto a
Dios no le ha visto. Es el propio sujeto quien tiene que buscar las pruebas de
su verdad, por honestidad o por puro interés, como los enamorados que pedían
«pruebas» de su amor a la persona amada. Los demás sólo podemos decir que el
estado de verificación de esta verdad es privado, y que desde el exterior sólo
podemos considerarla como presunta verdad, mientras no entre en colisión con alguna
verdad más fuerte. A veces, por ejemplo en el caso de las alucinaciones, se
puede demostrar que esa evidencia es falsa, que no hay voces, ni personas, ni
alimañas subiéndose por las sábanas, pero en otros casos tan sólo podemos
abstenernos de juzgar.
Verdades
privadas colectivas. Con esta expresión contradictoria designo las verdades
privadas, es decir, que no pueden universalizarse, pero que son compartidas por
una colectividad. Las creencias religiosas pertenecen a este tipo. Son verdades
comunes, participadas, pero sólo por un grupo, cuyo consenso fortalece las fes
particulares. La comunidad como corroboración social es uno de los gran des
mecanismos que aseguran las certezas religiosas, por que producen un espejismo
de verdad intersubjetiva. Son también un eficaz mecanismo para hacer naufragar
la inteligencia social.
Verdades
universales intersubjetivas, son aquellas evidencias suficientemente corroboradas,
al alcance teórico de todas las personas (las evidencias de la física cuántica están
teóricamente al alcance de todos, pero realmente sólo al alcance de los que
estudien física), y sometidas a rigurosos criterios de verificación
metódicamente precisados por la ciencia a lo largo de la historia, que permiten
alcanzar una garantía que va más allá del mero consenso subjetivo. Una teoría
no es verdadera porque la admitan los científicos, sino que los científicos la
admiten porque la consideran verdadera. La ética puede alcanzar este esta do de
verificación, aunque por caminos distintos a los que sigue la ciencia. Comienza
en una experiencia afectiva, evaluativa, y sigue caminos metodológicamente distintos.
De
lo dicho se puede deducir un “principio ético acerca de la verdad”: En todo lo
que afecta a las relaciones entre seres huma nos, o a asuntos que impliquen a
otra persona, una verdad privada –sea individual o colectiva– es de rango
inferior a una verdad universal, en caso de que entren en conflicto.
Las
religiones son verdades privadas, cuya corrobora ción interesa al sujeto que las
está manteniendo, y que en el ámbito de la acción pública, por ejemplo en el
comportamiento, tienen que someterse a las verdades éticas. Cosa que, por otra
parte, han hecho o llevan camino de hacer todas las religiones. No pueden, por
lo tanto, imponerse por la fuerza, pero tampoco pueden ser erradicadas por la
fuerza, mientras permanezcan en el ámbito íntimo, y sus consecuencias no
perjudiquen a nadie.
10.
Aquí termina esta herborización de fracasos. La consecuencia es clara. Debemos
anhelar el triunfo de la inteligencia, porque de ello depende nuestra felicidad
privada y nuestra felicidad política. En aquellos asuntos que nos afectan a
todos, la inteligencia comunitaria es el último marco de evaluación. Abre el campo
de juego donde podremos desplegar nuestra inteligencia personal. Colaborará a nuestro
bienestar y a la ampliación de nuestras posibilidades. La justicia –la bondad inteligente
y poco sensiblera– aparece inequívocamente como la gran creación de la
inteligencia. La maldad es el definitivo fracaso.
Autor:
José Antonio Marina, natural de Toledo (1939), filósofo, ensayista, educador y
floricultor, es una de las más brillantes figuras del pensamiento
fenomenológico español en nuestros días. Se ha esforzado por echar a andar una
“movilización educativa” en el seno de la sociedad española, dirigida a
provocar un cambio cultural capaz
de
mejorar la educación de la nueva generación. La página web de la Universidad de
Padres on-line encarna su proyecto pedagógico, según el cual la responsabilidad
de la educación atañe a toda la sociedad, y no solo a los maestros. Ganador del
premio Giner de los Ríos de Innovación Educativa y autor de muchos libros,
entre ellos La recuperación de la autoridad (2009).
PANORAMA Liberal
Sábado 22 Febrero 2014