Las
fuertes tendencias antipolíticas de la temprana cristiandad son tan familiares
que la idea de que un pensador cristiano haya sido el primero en formular las
implicaciones políticas de la antigua noción política de la libertad, nos
parece casi paradójica.
La
única explicación que viene a la mente, es que Agustín era romano tanto como
cristiano, y que en esta parte de su trabajo formuló la experiencia política
central de la Antigüedad romana, que era que, la libertad como comienzo deviene
manifiesta en el acto de fundación. Pero estoy convencida de que esta impresión
se modificaría considerablemente si lo dicho por Jesús de Nazareth fuera tomado
más seriamente en sus implicaciones filosóficas. Encontramos en estas partes
del Nuevo Testamento una extraordinaria comprensión de la libertad, y
particularmente del poder inherente a la libertad humana; pero la capacidad
humana que corresponde a este poder, que -en palabras del Evangelio- es capaz
de remover montañas, no es la voluntad sino la fe. El ejercicio de la fe, en realidad
su producto, es lo que el Evangelio llama "milagros", una palabra con
diversos significados en el Nuevo Testamento, y por lo tanto difícil de
comprender. Podemos soslayar aquí las dificultades y referimos únicamente a
aquellos pasajes donde los milagros son claramente, no eventos sobrenaturales,
sino sólo lo que todos los milagros, aquellos protagonizados ya sea por hombres
o por agentes divinos, deben ser siempre interrupciones de alguna serie natural
de eventos, o de algún proceso automático, en cuyo contexto se constituyen como
lo totalmente inesperado.
No
hay duda de que la vida humana, situada en la Tierra, está rodeada de procesos
automáticos —por los procesos naturales de la Tierra, que a su vez, están
rodeados de procesos cósmicos, y hasta nosotros mismos somos conducidos por
fuerzas similares en tanto somos también parte de la naturaleza orgánica. Más
aún, nuestra vida política, a pesar de ser el reino de la acción, también se ubica
en el seno de procesos que llamamos históricos y que tienden a convertirse en
procesos tan automáticos o naturales como los procesos cósmicos, a pesar de
haber sido iniciados por los hombres.
La
verdad es que el automatismo es inherente a todos los procesos, más allá de su
origen; ésta es la razón por la cual ningún acto singular, ningún evento
singular, puede en algún momento y de una vez para siempre, liberar y salvar al
hombre, o a una nación, o a la humanidad. Está en la naturaleza de los procesos
automáticos a los que está sujeto el hombre, pero en y contra los cuales puede afirmarse
a través de la acción, el que estos procesos sólo pueden significar la ruina
para la vida humana. Una vez que los procesos producidos por el hombre, los
procesos históricos, se han tornado automáticos, se vuelven no menos fatales
que el proceso de la vida natural que conduce a nuestro organismo y que, en sus
propios términos, esto es, biológicamente, va del ser al no-ser, desde el nacimiento
a la muerte. Las ciencias históricas conocen muy bien esos casos de
civilizaciones petrificadas y desesperanzadamente en declinación, donde la
perdición parece predestinada como una necesidad biológica; y puesto que tales
procesos históricos de estancamiento pueden perdurar y arrastrarse por siglos,
éstos llegan incluso a ocupar lejos el espacio más amplio en la historia documentada;
los períodos de libertad han sido siempre relativamente cortos en la historia
de la humanidad.
Lo
que usualmente permanece intacto en las épocas de petrificación y ruina
predestinada es la facultad de la libertad en sí misma, la pura capacidad de
comenzar, que anima a inspira todas las actividades humanas y constituye la
fuente oculta de la producción de todas las cosas grandes y bellas.
Pero
mientras este origen, permanece oculto, la libertad no es una realidad
terrenalmente tangible, esto es, no es política. Es porque el origen de la
libertad permanece presente aun cuando la vida política se ha petrificado y la
acción política se ha hecho impotente para interrumpir estos procesos
automáticos, que la libertad puede ser tan fácilmente confundida con un
fenómeno esencialmente no político; en dichas circunstancias, la libertad no es
experimentada como un modo de ser con su propia virtud y virtuosidad, sino como
un don supremo que sólo el hombre, entre todas las criaturas de la Tierra,
parece haber recibido, del cual podemos encontrar rastros y señales en casi
todas sus actividades, pero que, sin embargo, se desarrolla plenamente sólo
cuando la acción ha creado su propio espacio mundano, donde puede por así decir,
salir de su escondite y hacer su aparición.
Cada
acto, visto no desde la perspectiva del agente sino del proceso en cuyo
entramado ocurre y cuyo automatismo interrumpe, es un "milagro", esto
es, algo inesperado. Si es verdad que la acción y el comenzar son esencialmente
lo mismo, se sigue que una capacidad para realizar milagros debe estar asimismo
dentro del rango de las facultades humanas. Esto suena más extraño de lo que en
realidad es. Está en la naturaleza de cada nuevo comienzo el irrumpir en el
mundo como una "infinita improbabilidad", pero es precisamente esto
"infinitamente improbable" lo que en realidad constituye el tejido de
todo lo que llamamos real. Después de todo, nuestra existencia descansa, por
así decir, en una cadena de milagros, el llegar a existir de la Tierra, el
desarrollo de la vida orgánica en ella, la evolución de la humanidad a partir
de las especies animales.
Desde
el punto de vista de los procesos en el Universo y en la Naturaleza, y sus
probabilidades estadísticamente abrumadoras, la aparición de la existencia de
la Tierra a partir de los procesos cósmicos, la formación de la vida orgánica a
partir de los procesos inorgánicos, la evolución del hombre, finalmente, a
partir de los procesos de la vida orgánica, son todas "infinitas
improbabilidades", son "milagros" en el lenguaje cotidiano. Es
debido a este componente milagroso presente en la realidad que los eventos, sin
importar cuan anticipados estén en el miedo o la esperanza, nos impactan con un
shock de sorpresa una vez que han sucedido.
El
impacto de un acontecimiento no es nunca completamente explicable, su facultad
trasciende en principio toda anticipación. La experiencia que nos dice que los
acontecimientos son milagros no es ni arbitraria ni sofisticada es, por el
contrario, de lo más natural, en realidad, en la vida cotidiana, es casi un
lugar común. Sin esta experiencia corriente, la parte asignada por la religión
a los milagros sobrenaturales sería poco menos que incomprensible.
He
elegido el ejemplo de los procesos naturales que son interrumpidos por el
advenimiento de una "infinita improbabilidad" con el propósito de
ilustrar que lo que llamamos real en la experiencia ordinaria ha en general
adquirido su existencia a través de coincidencias más extrañas que la ficción.
Por supuesto que este ejemplo tiene sus limitaciones y no puede ser aplicado
sin más al dominio de los asuntos humanos. Sería pura superstición esperar milagros,
"infinitas improbabilidades", en el contexto de procesos automáticos
ya sean históricos o políticos, aunque tampoco esto puede ser nunca
completamente excluido. La historia, en oposición a la naturaleza, está llena
de acontecimientos; aquí el milagro del accidente y de la "infinita improbabilidad"
ocurre tan frecuentemente que incluso parece completamente extraño el hecho de
hablar de milagros. Pero la razón de esta frecuencia es meramente que los procesos
históricos son creados y constantemente interrumpidos por la iniciativa humana,
por el initium que el hombre es, en tanto es un ser que actúa. De aquí que no
sea en lo más mínimo supersticioso, es más bien un precepto del realismo buscar
lo imprevisible y lo impredecible, el estar preparado para el esperar
"milagros" en la esfera política. Y cuanto más esté desequilibrada la
balanza en favor del desastre, tanto más milagroso aparecerá el acto realizado
en libertad; porque es el desastre y no su salvación, lo que siempre ocurre
automáticamente y que por lo tanto siempre debe aparecer como irresistible.
Objetivamente,
esto es, visto desde afuera y sin tener en cuenta que el hombre es un inicio y
un iniciador, la posibilidad de que el futuro sea igual al pasado es siempre
abrumadora. No tan abrumadora, por cierto, pero casi, como lo era la posibilidad
de que ninguna tierra surgiera nunca de los sucesos cósmicos, de que ninguna
vida se desarrollara a partir de los procesos inorgánicos y de que ningún
hombre emergiera a partir de la evolución de la vida animal. La diferencia
decisiva entre las "infinitas improbabilidades", sobre la cual
descansa la realidad de nuestra vida en la Tierra, y el carácter milagroso
inherente a esos eventos que establece la realidad histórica es que, en el
dominio de los asuntos humanos, conocemos al autor de los "milagros".
Son los hombres quienes los protagonizan, los hombres quienes por haber
recibido el doble don de la libertad y la acción pueden establecer una realidad
propia.
Traducción:
Mara Kolesas; Revisión: Claudia Hilb
Autora:
Hanna Arendt fue una destacada filósofa de origen judío, autora de Los orígenes
del totalitarismo y Eichman en Jerusalen.
PANORAMA Liberal
Viernes
28 Febrero 2014
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