Karl
R. POPPER (1902-1994) fue, sin duda uno de los pensadores más influyentes de nuestra
época, es también autor de El mito del marco común, Conjeturas y Refutaciones,
En busca de un mundo mejor, El mundo de Parménides, El cuerpo y la mente o La
responsabilidad de vivir, y La sociedad abierta y sus enemigos
Bertrand
Russell manifestó que La Sociedad Abierta y sus Enemigos, “es una obra de
primerísima importancia que debe ser leída por su magistral crítica de los
enemigos de la democracia, antiguos y modernos”.
Según
Popper este libro esboza algunas de las dificultades más importantes que debe
afrontar nuestra civilización, una civilización que no se ha recobrado todavía
completamente de la conmoción de su nacimiento, de la transición de la sociedad
tribal o “cerrada”, con su sometimiento a las fuerzas mágicas, a la “sociedad abierta”,
que pone en libertad las facultades críticas de hombre. Popper intenta
demostrar, asimismo, que la conmoción producida por esta transición constituye
uno de los factores que hicieron posible la aparición de aquellos movimientos
reaccionarios que trataron, y tratan todavía de destruir la civilización para
volver a la organización tribal: en el fondo, lo que hoy llamamos totalitarismo
pertenece a una tradición que no es ni más vieja ni más joven que nuestra
propia civilización. El libro puede resultar polémico e intranquilizador (sobre
todo por su tratamiento de Platón, Hegel, Marx), pero su sinceridad filosófica,
su erudición y el vigor de sus argumentos lo hacen completamente invulnerable,
una de las obras trascendentes de la contemporaneidad.
A
continuación presentamos la Introducción de este maravilloso libro.
INTRODUCCIÓN
No deseo ocultar el
hecho de que sólo puedo ver
con repugnancia...la
inflada fatuidad de todos estos volúmenes
llenos de sabiduría
que se estilan en la actualidad.
En efecto, estoy plenamente
convencido de que...
los métodos aceptados
deben aumentar incesantemente
estas locuras y
torpezas y de que aun la completa aniquilación
de todas estas
caprichosas conquistas no podría
ser, en modo alguno,
tan perjudicial como esta ficticia
ciencia con su
malhadada fecundidad.
KANT
Este libro plantea problemas
que pueden no surgir con toda evidencia de la mera lectura del índice. En él se
esbozan algunas de las dificultades enfrentadas por nuestra civilización, de la
cual podría decirse, para caracterizarla, que apunta hacia el sentimiento de
humanidad y razonabilidad, hacia la igualdad y la libertad; civilización que se
encuentra todavía en su infancia, por así decirlo, y que continúa creciendo a
pesar de haber sido traicionada tantas veces por tantos rectores intelectuales
de la humanidad.
Se ha tratado de demostrar
que esta civilización no se ha recobrado todavía completamente de la conmoción
de su nacimiento, de la transición de la sociedad tribal o «cerrada», con su
sometimiento a las fuerzas mágicas, a la «sociedad abierta», que pone en
libertad las facultades críticas del hombre. Se intenta demostrar, asimismo, que
la conmoción producida por esta transición constituye uno de los factores que
hicieron posible el surgimiento de aquellos movimientos reaccionarios que
trataron, y tratan todavía, de echar por tierra la civilización para retornar a
la organización tribal. En él se sugiere, además, que lo que hoy llamamos
totalitarismo pertenece a una tradición que no es ni más vieja ni más joven que
nuestra civilización misma.
De este modo, se procura
contribuir a la compresión general del totalitarismo y de la significación que
entraña la perpetua lucha contra el mismo. Por lo demás, también se procura
examinar la aplicación de los métodos críticos y racionales de la ciencia a los
problemas de la sociedad abierta. Así, se analizan los principios de la
reconstrucción social democrática, principios éstos que podríamos denominar de
la “ingeniería social gradual”, en oposición a la «ingeniería social utópica»
(tal como se la explica en el capítulo IX). Se ha tratado también de librar de
obstáculos el camino conducente al conocimiento de los problemas de la
reconstrucción social, mediante la crítica de aquellos sistemas filosóficos
sociales que son responsables del difundido prejuicio contra las posibilidades
de una reforma democrática. El más poderoso de estos sistemas es, a mi juicio,
e! denominado con el nombre de historicismo. La descripción de! surgimiento e
influencia de algunas formas importantes de! historicismo constituye uno de los
principales tópicos del libro, que quizá podría definirse como un conjunto de
notas marginales acerca del desarrollo de ciertas filosofías historicistas.
Bastarán algunas observaciones sobre e! origen de! libro para indicar lo que
entendemos por historicismo y la forma en que se relaciona con los demás temas
tratados.
Pese a que mi principal
interés se encamina hacia los métodos de la física (y, en consecuencia, hacia
ciertos problemas técnicos que en nada se parecen a los tratados en este
libro), también me ha interesado durante muchos años el problema del estado
algo insatisfactorio de algunas de las ciencias sociales y, en particular, el
de la filosofía social. Claro está que eso plantea el problema de sus métodos
respectivos. Mi interés en este problema se vio considerablemente estimulado
por el surgimiento del totalitarismo, como así también por la esterilidad de
los esfuerzos efectuados por diversas ciencias y filosofías sociales para darle
algún sentido.
En este orden de Cosas hay
un punto cuyo esclarecimiento es, en mi opinión, particularmente urgente. Con
demasiada frecuencia se escucha la afirmación de que esta o aquella forma de
totalitarismo es inevitable, infinidad de personas que a juzgar por su inteligencia
y preparación debemos considerar responsables de lo que dicen, declaran que, en
este sentido, no hay ninguna escapatoria. Así, nos preguntan si somos realmente
tan ingenuos como para creer que la democracia puede ser permanente, o para no
ver que sólo es una de las tantas formas de gobierno que llegan y se van en el
transcurso de la historia. Se arguye, además, que la democracia, a fin de
combatir el totalitarismo, se ve forzada a copiar sus métodos, tornándose ella
misma totalitaria. O bien se afirma que nuestro sistema industrial no puede
continuar funcionando sin adoptar los métodos de la planificación colectivista
y entonces, de la inevitabilidad de un sistema económico colectivista se deduce
la inevitabilidad de la adopción de formas totalitarias de vida social.
Esos argumentos pueden
parecer suficientemente plausibles; pero la plausibilidad no constituye una
guía segura en estas cuestiones. De hecho, no debe emprenderse el examen de
estos argumentos aparentemente razonables sin haber considerado antes la
siguiente cuestión de método: ¿está dentro de las posibilidades de alguna
ciencia social la formulación de profecías históricas de tan vasto alcance?
¿Cabe esperar algo más que la irresponsable respuesta de un adivino cuando nos
dirigimos a un hombre para interrogarlo acerca de lo que e! futuro depara a la
humanidad?
Se trata aquí de la cuestión
del método de las ciencias sociales. Evidentemente, es más fundamental que
cualquier debate relativo a cualquier argumento particular en defensa de
cualquier profecía histórica. El cuidadoso examen de esa cuestión me ha
conducido al convencimiento de que estas profecías históricas de largo alcance
se hallan completamente fuera del radio de! método científico. El futuro
depende de nosotros mismos y nosotros no dependemos de ninguna necesidad
histórica. Existen, sin embargo, filosofías sociales de gran influencia que
sostienen la opinión exactamente contraria. Afirman estos sistemas que todo el
mundo procura utilizar su razón para predecir los hechos futuros; que para un
estratega no es ilícito, ciertamente, tratar de prever el resultado de una
batalla, y que las fronteras que separan las predicciones de este tipo de las
profecías históricas de mayor alcance son sumamente elásticas. A su juicio, la
tarea general de la ciencia consiste en formular predicciones o, más bien, en
mejorar nuestras predicciones cotidianas, colocándolas sobre una base más
segura; y la de las ciencias sociales, en particular, en suministrarnos
profecías históricas a largo plazo. También creen haber descubierto ciertas
leyes de la historia que les permiten profetizar el curso de los sucesos
históricos. Bajo el nombre de historicismo, he agrupado las diversas teorías
sociales que sustentan afirmaciones de este tipo. En otra parte, en The Poverty
of Historicism (La pobreza del historicismo, Económica, 1944-1945), he tratado
de rebatir esas pretensiones y de demostrar que, pese a su plausibilidad, se
basan en una idea errónea del método de la ciencia, y especialmente, en el
olvido de la distinción que debe realizarse entre una predicción científica y una
profecía histórica.
Mientras me hallaba abocado
a la crítica y análisis sistemáticos de las pretensiones del historicismo,
traté de reunir algunos datos que ilustrasen su desarrollo. Las notas
seleccionadas con ese fin se convirtieron luego en la base de este libro. El análisis
sistemático del historicisrno procura alcanzar cierto rigor científico. No es
éste, sin embargo, el propósito de nuestra obra. En efecto, muchas de las
opiniones que en ella se expresan son personales. Lo que sí debemos al método
científico es la conciencia de nuestras limitaciones: no ofrecemos pruebas allí
donde nada puede ser probado, ni pretendemos ser científicos donde todo lo que
puede darse es, a lo sumo, un punto de vista personal. No tratamos tampoco de
reemplazar los viejos sistemas filosóficos por otro nuevo, ni de agregar absolutamente
nada a todos esos volúmenes llenos de sabiduría, a esa metafísica de la
historia y del destino, que se estila en la actualidad. Procuramos, más bien,
demostrar que esa sabiduría profética resulta perjudicial y que la metafísica
de la historia obstaculiza la aplicación de los métodos rigurosos, aunque
lentos, de la ciencia a los problemas de la reforma social. Por último,
procuramos demostrar que podemos convertirnos en artífices de nuestro propio
destino si nos abstenemos de pretender pasar por profetas.
Al investigar el desarrollo
del historicisrno hallé que el peligroso hábito del profetizar histórico, tan
difundido entre nuestros rectores intelectuales, llena diversas funciones.
Siempre resulta lisonjero pertenecer al círculo íntimo de los iniciados y
poseer la insólita facultad de predecir el curso de la historia. Además, existe
la tradición de que los guías intelectuales se hallan dotados de dichas
facultades, y el no poseerlas puede conducir a la pérdida del rango. Por otro
lado, e! peligro de ser desenmascarados como charlatanes es muy reducido,
puesto que siempre estarán en condiciones de argüir que es posible efectuar
predicciones de menor alcance; y los límites entre éstas y los oráculos no son
rígidos.
Haya veces, sin embargo,
otros motivos quizá más profundos para sostener ese punto de vista historicista.
Los profetas que anuncian el advenimiento de una época de dicha y prosperidad
pueden dar expresión con ello a un sentimiento personal de insatisfacción
profundamente arraigado, y también puede suceder que sus sueños den esperanzas
y aliento a aquellos que difícilmente podrían subsistir de otro modo. Pero no
debemos pasar por alto el hecho de que es probable que su influencia nos impida
encarar las tareas cotidianas de la vida social. Y esos profetas menores que
anuncian el probable acaecimiento de ciertos hechos como, por ejemplo, la caída
final en el totalitarismo (o quizá en el «empresarismo»), pueden estar
cooperando, sin saberlo, y ya sea que les guste o no, para que dichos hechos
tengan efectivamente lugar. Su dictamen de que la democracia no ha de durar eternamente
es tan cierto o tan poco significativo -según el caso- como la afirmación de
que la razón humana no ha de durar eternamente, dado que sólo la democracia
proporciona un marco institucional capaz de permitir las reformas sin violencia
y, por consiguiente, el uso de la razón en los asuntos políticos. Pero,
naturalmente, su pesimismo tiende a desalentar a aquellos que luchan contra el totalitarismo,
favoreciendo, en cambio, la rebelión contra la vida civilizada. Puede hallarse
otro motivo ulterior para esta posición destructiva en el hecho de que la
metafísica historicista permite aligerar a los hombres del peso de sus
responsabilidades. Si se sabe de antemano que las cosas habrán de pasar
indefectiblemente, haga uno lo que haga, ¿de qué vale luchar contra ellas? Y
así, es muy posible que se abandone, en particular, toda tentativa de controlar
aquellas cosas que la mayoría de la gente está de acuerdo en considerar males
sociales, tales como la guerra o, para mencionar otro hecho más pequeño aunque
no menos importante, la tiranía de un caudillo despótico.
No pretendo sugerir que el
historicismo tenga siempre semejantes efectos. Hay historicistas -especialmente
entre los marxistas- que no tienen el menor propósito de liberar a los hombres
del peso de sus responsabilidades. Por otro lado, hay algunas filosofías
sociales que pueden o no ser consideradas historicistas, pero que predican la impotencia
de la razón en la vida social y que, por su antirracionalismo, propugnan la
siguiente actitud: «hay que seguir al Líder Supremo, al Gran Hombre de Estado,
o bien, hay que convertirse en Líder»; actitud ésta que significa, para la
mayoría de la gente, el sometimiento pasivo a las fuerzas personales o anónimas
que gobiernan la sociedad.
Es interesante observar, con
todo, que algunos de aquellos que denuncian la razón y llegan a culparla,
incluso, de los males sociales de nuestro tiempo, lo hacen, por un lado, porque
se dan cuenta de que el hecho de la profecía histórica sobrepasa el poder de la
razón y, por el otro, porque no pueden concebir que la ciencia social, o la
razón en la sociedad, tengan otra función que la del profetizar histórico. En otras
palabras: no son sino historicistas desilusionados, es decir, hombres que a
pesar de comprender la pobreza del historicismo, no advierten que retienen
consigo el prejuicio historicista fundamental, a saber, la doctrina de que las
ciencias sociales, para tener algún valor, han de ser proféticas. Claro está
que esta actitud debe conducir a un rechazo de la aplicabilidad de la ciencia y
de la razón a los problemas de la vida social y, en última instancia, a la
doctrina del poder, de la dominación y del sometimiento.
¿Por qué todas estas
filosofías sociales se vuelven contra la civilización?, ¿Y cuál es el secreto
de su popularidad? ¿Por qué atraen y seducen a tantos intelectuales?.
Personalmente me inclino a creer que la razón reside en su deseo de dar expansión
a una insatisfacción profundamente arraigada, frente a un mundo que no se
acerca, ni siquiera lejanamente, a nuestros ideales morales ni a nuestros
sueños de perfección. La tendencia del historicismo (y de las posiciones
afines) a defender la rebelión contra la civilización puede obedecer al hecho
de que el historicismo es en sí mismo, con mucho, una reacción contra el peso
de nuestra civilización y su exigencia de responsabilidad personal.
Si bien estas últimas
alusiones resultan un tanto vagas, deberán bastar para una introducción. Más
adelante serán abonadas con datos históricos, especialmente en el capítulo «La
Sociedad abierta y sus enemigos». En cierto momento tuve la tentación de
colocar ese capítulo al principio del libro, pues por el interés del tópico
tratado habría resultado, ciertamente, una introducción más atrayente para el
lector. Pero finalmente llegué a la conclusión de que no era posible
experimentar todo el peso de tal interpretación histórica si no iba precedida
por el análisis de los temas tratados en los capítulos anteriores del libro. Al
parecer, es necesario experimentar primero la conmoción de comprobar la
identidad entre la teoría platónica de la justicia y la teoría y práctica del
totalitarismo moderno para poder comprender lo urgente que se torna la
interpretación de esos problemas.
Autor:
Karl Raimund Popper; Viena, 1902 - Londres, 1994) fue un filósofo austriaco.
Estudió filosofía en la Universidad de Viena y ejerció más tarde la docencia en
la de Canterbury (1937-1945) y en la London School of Economics de Londres
(1949-1969).
PANORAMA Liberal
Martes 18 Febrero 2014
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