El
liberalismo parte de una hipótesis filosófica, casi religiosa, que postula la
existencia de derechos naturales que no se pueden conculcar porque no se deben
al Estado ni a la magnanimidad de los gobiernos sino a la condición especial de
los seres humanos. Esa es la piedra angular sobre la que descansa todo el
edificio teórico, y se le atribuye a los estoicos y al fundador de esa escuela,
Zenón de Citia, quien defendió que los derechos no provenían de la fratría a la
que se pertenecía o de la ciudad en la que se había nacido, sino del carácter
racional y diferente a las demás criaturas que poseen las personas.
Antes
de definir qué es el liberalismo, qué es ser liberal, y cuáles son los fundamentos
básicos en los que coinciden los liberales, es conveniente advertir que no
estamos ante un dogma sagrado, sino frente a varias creencias básicas deducidas
de la experiencia y no de hipótesis abstractas, como ocurría, por ejemplo, con
el marxismo.
Esto
es importante establecerlo ab initio, porque se debe rechazar la errada
suposición de que el liberalismo es una ideología. Una ideología es siempre una
concepción del acontecer humano —de su historia, de su forma de realizar las
transacciones, de la manera en que deberían hacerse—, concepción que parte del
rígido criterio de que el ideólogo conoce de dónde viene la humanidad, por qué
se desplaza en esa dirección y hacia dónde debe ir. De ahí que toda ideología,
por definición, sea un tratado de «ingeniería social», y cada ideólogo sea, a
su vez, un «ingeniero social». Alguien consagrado a la siempre peligrosa tarea
de crear «hombres nuevos», personas no contaminadas por las huellas del antiguo
régimen. Alguien dedicado a guiar a la tribu hacia una tierra prometida cuya
ubicación le ha sido revelada por los escritos sagrados de ciertos «pensadores
de lámpara», como les llamara José Martí a esos filósofos de laboratorio en
permanente desencuentro con la vida. Sólo que esa actitud, a la que no sería descaminado
calificar como moisenismo, lamentablemente suele dar lugar a grandes
catástrofes, y en ella está, como señalara Popper, el origen del totalitarismo.
Cuando alguien disiente, o cuando alguien trata de escapar del luminoso y
fantástico proyecto diseñado por el «ingeniero social», es el momento de apelar
a los paredones, a los calabozos, y al ocultamiento sistemático de la verdad.
Lo importante es que los libros sagrados, como sucedía dentro del método
escolástico, nunca resulten desmentidos.
Un
liberal, en cambio, lejos de partir de libros sagrados para reformar a la
especie humana y conducirla al paraíso terrenal, se limita a extraer
consecuencias de lo que observa en la sociedad, y luego propone instituciones
que probablemente contribuyan a alentar la ocurrencia de ciertos
comportamientos benéficos para la mayoría. Un liberal tiene que someter su
conducta a la tolerancia de los demás criterios y debe estar siempre dispuesto
a convivir con lo que no le gusta. Un liberal no sabe hacia dónde marcha la humanidad
y no se propone, por lo tanto, guiarla a sitio alguno. Ese destino tendrá que
forjarlo libremente cada generación de acuerdo con lo que en cada momento le
parezca conveniente hacer.
Al
margen de las advertencias y actitudes anteriormente consignadas, una
definición de los rasgos que perfilan la cosmovisión liberal debe comenzar por
una referencia al constitucionalismo. En efecto, John Locke, a quien pudiéramos
calificar como «padre del liberalismo político», tras contemplar los desastres
de Inglaterra a fines del siglo XVII, cuando la autoridad real británica
absoluta entró en su crisis definitiva, dedujo que, para evitar las guerras
civiles, la dictadura de los tiranos, o los excesos de la soberanía popular,
era conveniente fragmentar la autoridad en diversos «poderes», además de
depositar la legitimidad de gobernantes y gobernados en un texto constitucional
que salvaguardara los derechos inalienables de las personas, dando lugar a lo
que luego se llamaría un Estado de Derecho. Es decir, una sociedad
racionalmente organizada, que dirime pacíficamente sus conflictos mediante
leyes imparciales que en ningún caso pueden conculcar los derechos
fundamentales de los individuos. Y no andaba descaminado el padre Locke: la
experiencia ha demostrado que las veinticinco sociedades más prósperas y
felices del planeta son, precisamente, aquellas que han conseguido congregarse
en torno a constituciones que presiden todos los actos de la comunidad y
garantizan la transmisión organizada y legítima de la autoridad mediante
consultas democráticas.
Otro
británico, Adam Smith, un siglo más tarde, siguió el mismo camino deductivo
para inferir su predilección por el mercado. ¿Cómo era posible, sin que nadie
lo coordinara, que las panaderías de Londres —entonces el 80% del gasto
familiar se dedicaba a pan— supiesen cuánto pan producir, de manera que no se
horneara ni más ni menos harina de trigo que la necesaria para no perder ventas
o para no llenar los anaqueles de inservible pan viejo? ¿Cómo se establecían
precios más o menos uniformes para tan necesario alimento sin la mediación de
la autoridad? ¿Por qué los panaderos, en defensa de sus intereses egoístas, no
subían el precio del pan ilimitadamente y se aprovechaban de la perentoria
necesidad de alimentarse que tenía la clientela?
Todo
eso lo explicaba el mercado. El mercado era un sistema autónomo de producir
bienes y servicios, no controlado por nadie, que generaba un orden económico
espontáneo, impulsado por la búsqueda del beneficio personal, pero
autorregulado por un cierto equilibrio natural provocado por las relaciones de
conveniencia surgidas de las transacciones entre la oferta y la demanda. Los
precios, a su vez, constituían un modo de información. Los precios no eran
«justos» o «injustos», simplemente, eran el lenguaje con que funcionaba ese
delicado sistema, múltiple y mutante, con arreglo a los imponderables deseos,
necesidades e informaciones que mutua e incesantemente se transmitían los
consumidores y productores. Ahí radicaba el secreto y la fuerza de la economía
capitalista: en el mercado. Y mientras menos interfirieran en él los poderes
públicos, mejor funcionaría, puesto que cada interferencia, cada manipulación
de los precios, creaba una distorsión, por pequeña que fuera, que afectaba a
todos los aspectos de la economía.
Otro
de los principios básicos que aúnan a los liberales es el respeto por la
propiedad privada. Actitud que no se deriva de una concepción dogmática
contraria a la solidaridad —como suelen afirmar los adversarios del
liberalismo—, sino de otra observación extraída de la realidad y de
disquisiciones asentadas en la ética: al margen de la manifiesta superioridad
para producir bienes y servicios que se da en el capitalismo cuando se le
contrasta con el socialismo, donde no hay propiedad privada no existen las
libertades individuales, pues todos estamos en manos de un Estado que nos
dispensa y administra arbitrariamente los medios para que subsistamos (o
perezcamos). El derecho a la propiedad privada, por otra parte, como no se
cansó de escribir Murray N. Rothbard —siguiendo de cerca el pensamiento de
Locke—, se apoyaba en un fundamento moral incontestable: si todo hombre, por el
hecho de serlo, nacía libre, y si era libre y dueño de su persona para hacer
con su vida lo que deseara, la riqueza que creara con su trabajo le pertenecía
a él y a ningún otro.
¿En
qué más creen los liberales? Obviamente, en el valor básico que le da nombre y
sentido al grupo: la libertad individual. Libertad que se puede definir como un
modo de relación con los demás en el que la persona puede tomar la mayor parte
de las decisiones que afectan su vida dentro de las limitaciones que dicta la
realidad. Le toca a ella decidir las creencias que asume o rechaza, el lugar en
el que quiere vivir, el trabajo o la profesión que desea ejercer, el círculo de
sus amistades y afectos, los bienes que adquiere o que enajena, el «estilo» que
desea darle a su vida y —por supuesto— la participación directa o indirecta en
el manejo de eso a lo que se llama «la cosa pública».
Esa
libertad individual está —claro— indisolublemente ligada a la responsabilidad
individual. Un buen liberal sabe exigir sus derechos, pero no rehúye sus
deberes, pues admite que se trata de las dos caras de la misma moneda. Los
asume plenamente, pues entiende que sólo pueden ser libres las sociedades que
saben ser responsables, convicción que debe ir mucho más allá de una hermosa
petición de principios.
¿Qué
otros elementos liberales, realmente fundamentales, habría que añadir a este
breve inventario? Pocas cosas, pero acaso muy relevantes: un buen liberal
tendrá perfectamente clara cuál debe ser su relación con el poder. Es él, como
ciudadano, quien manda, y es el gobierno quien obedece. Es él quien vigila, y
es el gobierno quien resulta vigilado. Los funcionarios, electos o designados
—da exactamente igual—, se pagan con el erario público, lo que automáticamente
los convierte —o los debiera convertir— en servidores públicos sujetos al
implacable escrutinio de los medios de comunicación, y a la auditoría constante
de las instituciones pertinentes.
Por
último: la experiencia demuestra que es mejor fragmentar la autoridad, para que
quienes tomen decisiones que afecten a la comunidad estén más cerca de los que
se vean afectados por esas acciones. Esa proximidad suele traducirse en mejores
formas de gobierno. De ahí la predilección liberal por el parlamentarismo, el
federalismo o la representación proporcional, y de ahí el peso decisivo que el
liberal defiende para las ciudades o municipios. De lo que se trata es de que
los poderes públicos no sean más que los necesarios, y que la rendición de
cuentas sea mucho más sencilla y transparente.
¿QUÉ CREEN, EN SUMA, LOS
LIBERALES?
Vale
la pena concretarlo ahora de manera sintética. Los liberales sostenemos ocho
creencias fundamentales extraídas, insisto, de la experiencia, y todas ellas
pueden recitarse casi con la cadencia de una oración laica:
Creemos
en la libertad y la responsabilidad individuales como valores supremos de la
comunidad.
Creemos
en la importancia de la tolerancia y en la aceptación de las diferencias y la
pluralidad como virtudes esenciales para preservar la convivencia pacífica.
Creemos
en la existencia de la propiedad privada, y en una legislación que la ampare,
para que ambas —libertad y responsabilidad— puedan ser realmente ejercidas.
Creemos
en la convivencia dentro de un Estado de Derecho regido por una Constitución
que salvaguarde los derechos inalienables de la persona y en la que las leyes
sean neutrales y universales para fomentar la meritocracia y que nadie tenga
privilegios.
Creemos
en que el mercado —un mercado abierto a la competencia y sin controles de
precios— es la forma más eficaz de realizar las transacciones económicas y de
asignar recursos. Al menos, mucho más eficaz y moralmente justa que la
arbitraria designación de ganadores y perdedores que se da en las sociedades
colectivistas diseñadas por “ingenieros sociales” y dirigidas por comisarios.
Creemos
en la supremacía de una sociedad civil formada por ciudadanos, no por súbditos,
que voluntaria y libremente segrega cierto tipo de Estado para su disfrute y
beneficio, y no al revés.
Creemos
en la democracia representativa como método para la toma de decisiones
colectivas, con garantías de que los derechos de la minorías no puedan ser atropellados.
Creemos
en que el gobierno —mientras menos, mejor—, siempre compuesto por servidores
públicos, totalmente obediente a las leyes, debe rendir cuentas con arreglo a
la ley y estar sujeto a la inspección constante de los ciudadanos.
Quien
suscriba estos ocho criterios es un liberal. Se puede ser un convencido
militante de la Escuela austriaca fundada por Carl Menger; se puede ser
ilusionadamente monetarista, como Milton Friedman, o institucionalista, como
Ronald Coase y Douglass North; se puede ser culturalista, como Gary Becker y
Larry Harrison; se puede creer en la conveniencia de suprimir los «bancos de
emisión», como Hayek, o predicar la vuelta al patrón oro, como prescribía
Mises; se puede pensar, como los peruanos Enrique Ghersi o Álvaro Vargas Llosa,
neorrusonianos sin advertirlo, en que cualquier forma de instrucción pública
pudiera llegar a ser contraria a los intereses de los individuos; o se puede
poner el acento en la labor fiscalizadora de la «acción pública», como han
hecho James Buchanan y sus discípulos, pero esas escuelas y criterios sólo
constituyen los matices y las opiniones de un permanente debate que existe en
el seno del liberalismo, no la sustancia de un pensamiento liberal muy rico,
complejo y variado, con varios siglos de existencia constantemente enriquecida,
ideario que se fundamenta en la ética, la filosofía, el derecho y
-naturalmente- en la economía. Lo básico, lo que define y unifica a los
liberales, más allá de las enjundiosas polémicas que pueden contemplarse o escucharse
en diversas escuelas, seminarios o ilustres cenáculos del prestigio de la
Sociedad Mont Pélerin, son esas ocho creencias antes consignadas. Ahí está la
clave.
Autor:
Carlos Montaner, http://www.elcato.org/que-significa-ser-liberal
Carlos
Alberto Montaner es periodista y escritor cubano. Su columna semanala aparece
en varias docenas de diarios de América Latina, España y Estados Unidos. Este
es el texto del discurso ante la Universidad ElCato-Francisco Marroquín en
Ciudad de Guatemala, Guatemala, 25 de enero de 2009.
PANORAMA Liberal
Sábado 4 Enero 2014
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