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viernes, 8 de octubre de 2010

LA CRISIS MORAL DE LA REPUBLICA por Enrique Mc Iver

En un discurso pronunciado el 1 de agosto de 1900 en el Ateneo de Chile, Enrique Mc Iver planteaba la tesis de la crisis moral de la república y su impacto en la sociedad chilena. De alguna manera, esta "crisis" parece haberse profundizado o como decía un destacado amigo: "en realidad, Chile no está progresando...está retrocediendo...y esto es mejor, porque el progreso inorgánico no es progreso, es solo automatismo..."

Revisemos el discurso de Mc Iver...

"Voy a hablaros sobre algunos aspectos de la crisis moral que atravesamos; pues yo creo que ella existe y en mayor grado y con caracteres más perniciosos para el progreso de Chile que la dura y prolongada crisis económica que todos palpan.

Me parece que no somos felices; se nota un malestar que no es de cierta clase de personas ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y de la generalidad de los que lo habitan. La holgura antigua se ha trocado en estrechez, la energía para la lucha en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad.

No sería posible desconocer que tenemos mas naves de guerra, mas soldados, mas jueces, mas guardianes, mas oficinas, mas empleados y mas rentas publicas que en otros tiempos; pero, ¿tendremos también mayor seguridad, tranquilidad nacional, superiores garantías de los bienes, de la vida y del honor, ideas mas exactas y costumbres mas regulares, ideales mas perfectos y aspiraciones mas nobles, mejores servicios, mas población y mas riqueza y mayor bienestar?

En una palabra: ¿progresamos?

Hace cinco años se levantó el censo decenal de la República. El recuento de la población no fue satisfactorio, pues aparecía un aumento por demás pobre y en escala muy inferior a la de anteriores censos.

Se dijo que la operación era incompleta y defectuosa y hasta ahora no ha sido oficialmente aprobada. Con esto pudimos desentendernos de un hecho tan grave y revelador del estado del progreso del país; pero, en verdad, deficiencias y vicios considerables en el censo no se ven y sus cifras continúan manifestando que la población no aumenta por lo menos en el grado que corresponde a un pueblo que prospera.

Más, si el número de los habitantes de Chile no crece, o crece con desalentadora lentitud, en cambio el número de contravenciones a la ley penal aumenta con inusitadas proporciones. Comienza a oírse que en Santiago, por ejemplo, se necesitan ocho jueces del crimen, el doble de los que existen para atender medianamente las necesidades del servicio.

En el verano último se me hizo notar un curioso fenómeno que acaecía en uno de los departamentos de la provincia de Maule, y que probablemente se vera también en otras regiones del territorio. Los pequeños propietarios rurales enajenaban sus tierras a precios ínfimos para asilarse en los centres de población, y lo hacían porque les faltaba seguridad para sus bienes y para su vida. El bandolerismo ahuyenta de los campos a los labradores, el agente principal de la producción agrícola, en un país que desde hace veinte años no sabe donde esta el fondo de sus cajas.

Hace poco daba alguien cuenta de otro hecho curioso que se presenta en Chile. El número de escuelas ha aumentado; pero a medida que las escuelas aumentan la población escolar disminuye.

No sé si la enseñanza primaria sea mejor ahora de lo que fue en años atrás; ello es probable porque los maestros formados en nuestras escuelas pedagógicas adquieren conocimientos generales y profesionales más extensos, más completes y más científicos que los recibidos en otros tiempos. Por desgracia, ni la superioridad técnica de los maestros, ni la mejoría de los métodos modifican la significación del dato relativa a la matrícula escolar hasta el punto de que fuera posible sostener que adelantamos, que la ilustración cunde, que la ignorancia se va.

Pienso que no hay negocio público en Chile más trascendental que éste de la educación de las masas populares. Es redimirla de los vicios que las degradan y debilitan y de la pobreza que los esclaviza, y es la incorporación en los elementos de desarrollo del país de una fuerza de valor incalculable.

No me es difícil creer que la instrucción secundaria y superior se han generalizado considerablemente en los últimos tiempos, el número de personas ilustradas es más crecido ahora de lo que fue antes; se puede encontrar un bachiller hasta en las silenciosas espesuras de los bosques australes.

Pero, ¿será inexacto el hecho de que, estando más extendida la instrucción y siendo más numerosas las personas ilustradas, las grandes figuras literarias y políticas, científicas y profesionales que honraron a Chile y que con la influencia de su saber y sus prestigios encauzaron las ideas y las tendencias sociales carecen hasta ahora de reemplazantes? Hemos tenido muchos hombres de la pasada generación de nombradía americana y aun europea, y me parece que nadie se ofenderá si digo que no acontece lo mismo en la generación actual.

Entre los elementos de progreso de una sociedad pocos hay superiores a la energía para el trabajo y al espíritu de empresa. Uno y otro se desarrollan con la educación y el ejemplo y con el ejercicio que es la gimnasia que los afirma y fortifica. Esa ha sido la principal fuerza del pueblo inglés y del pueblo americano, y, en general, del europeo del Occidente.

Ni de espíritu de empresa ni de energía para el trabajo carecemos nosotros, descendientes de rudos pero esforzados montañeses del norte de España. ¿A dónde no fuimos? Proveíamos con nuestros productos las costas americanas del Pacifico y las islas de la Oceanía del hemisferio del sur, buscábamos el oro de California, la plata de Bolivia, los salitres del Perú, el cacao del Ecuador, el café de Centroamérica, fundábamos bancos en La Paz y en Sucre, en Mendoza y en San Juan; nuestra bandera corría todos los mares y empresas nuestras y manos nuestras bajaban hasta el fondo de las aguas en persecución de la codiciada perla.

A la iniciativa, al esfuerzo y al capital de nuestros conciudadanos debemos los primeros ferrocarriles y telégrafos, puertos, muelles, establecimientos de crédito, grandes canales de irrigación y toda clase de empresas.

¿Podría con verdad afirmarse que el espíritu y la energía que entonces animaran a nuestro país para el trabajo se hayan, no digo fortificado sino siquiera mantenido?. ¿Significará algo el que hayamos perdido nuestra acción comercial e industrial en el extranjero y que el extranjero no reemplace en nuestro propio territorio? En general, ¿se gasta hoy actividad para la lucha de la vida y para crear fuentes de riqueza por medio del trabajo libre, o se ve una funesta tendencia al reposo enervante y la empleomanía?

Preguntas son éstas que todos pueden responder y las respuestas no serán tal vez satisfactorias para los que cuentan entre los elementos de apreciación del progreso de un país, la energía de sus habitantes para el trabajo, y el espíritu de empresa.

La producción en realidad no aumenta desde hace anos; si no fuera por el salitre, podría decirse que disminuye; la agricultura vegeta; la minería aun en estos días de grandes precios, permanece estacionaria; la incipiente manufactura galvanizada con el dinero público y con el sacrificio de todos, no prospera; el comercio y el trafico son siempre los mismos y el capital acumulado es menor.

¿Tenemos algunos rieles más, algunas escuelas, algunos pocos miles de habitantes? Enhorabuena; ¿pero que importancia tiene esto para juzgar de nuestro adelanto, si esos centenares de rieles debieran ser millares, si esas docenas de escuelas debieran ser centenares y si esos pocos miles de habitantes debieran ser millones? ¿Y que vale ello delante de las obras publicas en ruinas, de la agricultura decadente, de las minas inutilizadas, del comercio anémico, de los capitales perdidos, del ánimo enfermo?

En el desarrollo humano el adelanto de cada pueblo se mide por el de los demás; quien pierde su lugar en el camino del progreso, retrocede y decae. ¿Que éramos comparados con los países nuevos como el Brasil, la Argentina, México, la Australia, el Canadá? Ninguno de ellos nos superaba; marchábamos adelante de unos y a la par de los otros.

¿Que somos en el día de hoy? Me parece que la mejor respuesta es el silencio. Y seria bien triste por cierto que nos consoláramos de la perdida de nuestro puesto preferente, con el poder militar, como se consolaban con su espada y sus pergaminos los incapaces que se veían desalojados por la actividad de los hombres de iniciativa y de trabajo.

No hay para que avanzar en esta somera investigación acerca del estado del país en lo que se relaciona con su progreso; importa mas preguntarse ¿por que nos detenemos?, ¿qué ataja el poderoso vuelo que había ornado la República y que había conducido a la mas atrasada de las colonias españolas a la altura de la primera de las naciones hispanoamericanas?

En mi concepto, no son pocos los factores que han conducido al país al estado en que se encuentra; pero sobre todos me parece que predomina uno hacia el que quiero llamar la atención y que es probablemente el que menos se ve y el que mas labora, el que menos escapa a la voluntad y el mas difícil de suprimir. Me refiero ¿Por que no decirlo bien alto?. A nuestra falta de moralidad publica; sí, a la falta de moralidad pública que otros podrían llamar la inmoralidad pública.

Mi propósito no es otro que el de señalar un mal gravísimo de nuestra situación, que participa más de la naturaleza de mal social que de mal político, con el objeto de provocar un estudio acerca de sus causas y sus remedies, y para el fin de corregirlo en bien de todos y no en beneficio de individuos, bandos o partidos.

Quiénes son los responsables de la existencia de ese mal, no sé; ni me importa saberlo; expongo y no acuso, busco enmiendas y no culpas. La historia juzgará y su fallo ha de decir si la responsabilidad por la lamentable situación a que ha ligado el país es de algunos o de todos, resultado de errores y de faltas, o de hechos que no caen bajo el dominio y la previsión de los hombres.

Quería decir también que la moralidad pública de la que hablo no es esa moralidad que se realiza con no apropiarse indebidamente los dineros nacionales, con no robar al fisco, con no cometer raterías, perdónenme la palabra. Tal moralidad que llamaré subalterna, depende de otra mas alta moralidad, y sus quebrantos los sancionan los jueces ordinarios y no la decadencia nacional y la historia.

Hablo de la moralidad que consiste en el cumplimiento de su deber y de sus obligaciones por los poderes públicos y por los magistrados, en el leal y completo desempeño de la función que les atribuye la carta fundamental y las leyes, en el ejercicio de los cargos y empleos, teniendo en vista el bien general y no intereses y fines de otro genero.

Hablo de la moralidad que da eficacia y vigor a la función del estado y sin la cual esta se perturba y se anula hasta el punto de engendrar el despotismo y la anarquía y como consecuencia ineludible, la opresión y el despotismo, todo en contrario del bienestar común, del orden público y del adelanto nacional.

Es esa moralidad, esa alta moralidad, hija de la educación intelectual y hermana del patriotismo, elemento primero del desarrollo social y del progreso de los pueblos; es ella la que formó los cimientos de la grandeza de los Estados Unidos y que se personalizó en un Washington; es ella la que condujo a nuestra República al primer rango entre las naciones americanas de origen español y que se personalice en ciertos tiempos, no en un hombre sino en el gobierno, en la administración, en el pueblo de Chile.

Yo no admiro y amo el pasado de mi país a pesar de sus errores y de sus faltas, por sus glorias en la guerra, sino por sus virtudes en la paz. Sin estas tan inútiles como en los actuales tiempos el salitre, habrían sido para la prosperidad de la república los grandes descubrimientos mineros la creación de los mercados de California y Australia y las facilidades de la navegación que nos acercaron a todos los centros productores y de consumo..."

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