Nuevamente, el bullicio,
los gritos y la violencia parecen surgir en el horizonte de nuestro país. En
estos días, los estudiantes han retomado las movilizaciones y se han enfrentado
a las autoridades de turno.
Los estudiantes han
rechazado la propuesta del alcalde Zalaquett hizo, sobre compartir los
establecimientos en toma con los alumnos que sí quieren ir a clases y han
asegurado que continuarán con la toma pese a los inminentes desalojos con que
los amenaza la autoridad. Los estudiantes manifiestan que "la toma va a
seguir hasta lo que alcance y lo que sea necesario y hasta que las bases
quieran…Mientras la asamblea general del liceo siga reafirmando la toma del
liceo, nosotros nos lo tomaremos las veces que seamos desalojados. Aún así no
sabemos si es 100 por ciento cierta la postura de desalojo de los
establecimientos…". Al mismo tiempo, las autoridades habrían autorizado a
comenzar los desalojos de los colegios.
¿Hasta dónde llegaremos
con este proceso de crispación y de falta de diálogo?. Unos, estudiantes en
proceso de formación, quieren imponer las visiones que han escuchado de sus
adultos, toman posiciones de fuerza y utilizan la infraestructura de sus
colegios para chantajear a la sociedad respecto de sus requerimientos; no reconocen
a las instituciones del Estado que debieran ser las que lideren y discutan las
distintas opciones y soluciones…
Otros, las autoridades de
turno, están enfrentados a una medida de fuerza de personas menores de edad,
respaldados por cierta parte de la sociedad, y cuya solución de corto plazo es
el desalojo de los recintos públicos…¿y cuál es la solución de largo plazo?, ¿depende
de las autoridades comunales?.
Estamos en presencia de
un grupo de jóvenes, en proceso de formación, que se arroga la atribución de
imponer una determinada política pública mediante la violencia y la coacción.
Mientras tanto, el resto de las instituciones del Estado observan impávidos como
se usurpa el Estado de Derecho por la fuerza de la ignorancia y siguiendo un
credo igualitarista que profundizará la miseria moral y material.
Por eso, conviene
recordar al gran Karl Popper y su ponencia Tolerancia y Responsabilidad
Intelectual que pronunció el 26 de mayo de 1981 en la Universidad de Tubinga y
repetida el 16 de marzo de 1982 en el Ciclo de Conversaciones sobre la
Tolerancia en la Universidad de Viena.
TOLERANCIA Y RESPONSABILIDAD
INTELECTUAL
(Robado de Jenófanes y de Voltaire)
Karl Popper
Me han pedido que repita
aquí hoy una conferencia que ofrecí en Tübingen, sobre el tema «Tolerancia y
responsabilidad intelectual». La conferencia está dedicada a la memoria de
Leopold Lucas, un estudioso, historiador, hombre de tolerancia y humanidad que llegó
a ser víctima de intolerancia e inhumanidad.
En diciembre de 1942, a
los setenta años de edad, el doctor Leopold Lucas y su esposa fueron internados
en el campo de concentración de Theresienstadt, donde ofició de rabino, una
tarea inmensamente difícil. El doctor Lucas falleció allí diez meses después.
Dora Lucas, su esposa, estuvo recluida en Theresienstadt otros trece meses,
pero pudo trabajar de enfermera. En octubre de 1944 fue deportada a Polonia,
junto a otros 18.000 presos. Allí fue ejecutada.
Fue un destino terrible,
y fue el destino de innumerables seres humanos; personas que amaban a otras
personas, que intentaban ayudar a los demás; que eran queridas por otras
personas y a las que otros intentaron ayudar. Pertenecían a familias que fueron
desmembradas, destruidas y exterminadas.
No es mi intención hablar
aquí de estos pavorosos acontecimientos. Todo lo que uno pueda intentar decir
–o incluso pensar— parece siempre un intento por empequeñecer unos hechos
difíciles de imaginar.
Capítulo I: LOS VICIOS HUMANOS
Pero el horror continúa.
Los refugiados de Vietnam, las víctimas de Pol Pot en Camboya, las víctimas de
la revolución en el Irán; los refugiados de Afganistán y los refugiados árabes
de Israel; una y otra vez, niños, mujeres y hombres se convierten en víctimas de
fanáticos enloquecidos.
¿Qué podemos hacer para
evitar estos acontecimientos monstruosos? ¿Podemos hacer algo?
Mi respuesta es que sí.
Creo que es mucho lo que nosotros podemos hacer. Cuando digo «nosotros» me
refiero a los intelectuales, a seres humanos interesados en las ideas; en
especial a los que leen y, en ocasiones, escriben.
¿Por qué creo que
nosotros, los intelectuales, podemos ayudar? Sencillamente porque nosotros, los
intelectuales, hemos hecho el más terrible daño durante miles de años. Los asesinatos
en masa en nombre de una idea, de una doctrina, una teoría o una religión
fueron obra nuestra, invención nuestra, de los intelectuales. Sólo con que
consiguiésemos dejar de enfrentar a unos hombres con otros –a menudo con las
mejores intenciones— ganaríamos mucho. Nadie puede decir que no podemos dejar
de hacerlo.
El más importante de los
Diez Mandamientos es el de «No matarás». Contiene casi toda la ética. La forma
en que, por ejemplo, Schopenhauer formula la ética no es más que una extensión
de este mandamiento, el más importante. La ética de Schopenhauer es sencilla,
directa y clara. Dice así: No hagas daño a nadie, sino ayuda a todos, siempre
que puedas.
Pero, ¿qué sucedió cuando
Moisés descendió por vez primera con las tablas de piedra del Monte Sinaí,
antes de que pudiese incluso anunciar los Diez Mandamientos? Había sido testigo
de una horrible herejía, la herejía del becerro de oro. En este momento se
olvidó por completo del mandamiento «No matarás», y exclamó: (Éxodo, 32):
«¿Quién está del lado del
Señor? Quien lo esté, únase conmigo... Y les dijo: “Así habla Yahvé, Dios de
Israel; cíñase cada uno su espada sobre su muslo... pasad y repasad el
campamento de la una a la otra puerta y mate cada uno a su hermano, a su amigo,
a su deudo...”. Y perecieron aquel día unos tres mil del pueblo» (1)
Quizás éste fue el
comienzo. Pero lo cierto es que las cosas siguieron yendo así, en la Tierra
Santa, y luego en Occidente. Y especialmente en Occidente, después que el
cristianismo hubiese alcanzado el estatus de religión oficial. Se convirtió en
una historia terrible de persecución religiosa, persecución en aras de la
ortodoxia. Más tarde –sobre todo en los siglos XVII y XVIII— otras ideologías
compitieron en la justificación de la persecución, la crueldad y el terror: el
nacionalismo, la raza, la ortodoxia política y otras religiones.
Tras las ideas de
ortodoxia y herejía están ocultos hasta los vicios más insignificantes, vicios
a los que son especialmente propensos los intelectuales: arrogancia, autosatisfacción
rayana en el dogmatismo, vanidad intelectual. Todos estos vicios son pequeños,
y no mayores como la crueldad.
Capítulo II: ¿QUÉ ES LA TOLERANCIA?
El título de mi
conferencia «Tolerancia y responsabilidad intelectual», alude a un argumento de
Voltaire, el padre de la Ilustración, un argumento en defensa de la tolerancia.
Voltaire se pregunta «¿Qué es la tolerancia?», y responde (traduzco
libremente):
Tolerancia es la
consecuencia necesaria de constatar nuestra falibilidad humana: errar es
humano, y algo que hacemos a cada paso. Perdonémonos pues nuestras mutuas
insensateces. Éste es el primer principio del derecho natural.
Aquí Voltaire apela a
nuestra honestidad intelectual: debemos admitir nuestros errores, nuestra
falibilidad, nuestra ignorancia.
Voltaire sabe bien que
existen fanáticos totalmente convencidos. Pero, ¿es verdaderamente sincera su
convicción? ¿Se han examinado honestamente a sí mismos, sus creencias y las
razones para mantenerlas? ¿No es la actitud autocrítica parte de la honestidad
intelectual? ¿No es a menudo el fanatismo un intento de sofocar nuestra propia
incredulidad no admitida que hemos reprimido, y de la cual somos por tanto sólo
medio conscientes?
La apelación de Voltaire
a nuestra modestia intelectual y sobre todo su apelación a nuestra honestidad
intelectual causaron una gran impresión en los intelectuales de la época. Yo
desearía reiterar hoy aquí esta apelación.
La razón aducida por
Voltaire en apoyo de la tolerancia es que todos hemos de perdonarnos mutuamente
las insensateces. Pero para Voltaire –y con razón—, hay una insensatez, la
intolerancia, difícil de tolerar. En realidad, es aquí donde encuentra su
límite la tolerancia. Si concedemos a la intolerancia el derecho a ser
tolerada, destruimos la tolerancia, y el Estado constitucional. Éste fue el
destino de la República de Weimar.
Pero además de la
intolerancia, hay otras insensateces que no debemos tolerar; ante todo, la
insensatez que lleva al intelectual a seguir la última moda; una insensatez que
ha llevado a muchos a adoptar un estilo oscuro, impresionante, aquel estilo
críptico que Goethe criticó de forma tan devastadora en el Fausto (por ejemplo,
la tabla de multiplicar de la bruja). Los intelectuales deberían dejar de
admirar –y tolerar— ese estilo, el estilo de las palabras grandes y oscuras,
palabras rimbombantes e incomprensibles. Es una irresponsabilidad intelectual,
que socava el sentido común y destruye la razón. Esto es lo que hace posible la
filosofía que se ha denominado relativismo; una filosofía consistente en la
tesis de que todas las tesis son más o menos igualmente defendibles desde el
punto de vista intelectual. ¡Vale todo! La tesis del relativismo lleva así a la
anarquía, a la ilegalidad, y al imperio de la violencia.
El tema de mi
conferencia, la tolerancia y la responsabilidad intelectual, me ha llevado así
a la cuestión del relativismo.
En este punto desearía
comparar el relativismo con una posición que casi siempre se confunde con él,
pero de hecho es totalmente diferente. A menudo he denominado a esta posición
pluralismo; pero esto no ha hecho más que causar equívocos. Por ello, la voy a
denominar aquí pluralismo crítico. Mientras que el relativismo, que parte de
una forma laxa de tolerancia, conduce al imperio de la violencia, el pluralismo
crítico puede contribuir a domesticar la violencia.
El relativismo es la
posición según la cual puede afirmarse todo, o prácticamente todo, y por lo
tanto, nada. Todo es verdad, o bien nada. La verdad es por lo tanto un concepto
carente de significado.
El pluralismo crítico es
la posición según la cual debe permitirse la competencia de todas las teorías
–cuantas más, mejor— en aras de la búsqueda de la verdad. Esta competencia
consiste en la discusión racional de las teorías y en su examen crítico. La
discusión debe ser racional, lo cual significa que debe tener que ver con la
verdad de las teorías en concurrencia: será mejor la teoría que, en el curso de
la discusión crítica, parece estar más cerca de la verdad; y la teoría mejor es
la que sustituye a las teorías inferiores. Por eso, lo que está en juego es la
cuestión de la verdad.
Capítulo III: JENÓFANES Y LA
LABORIOSA BÚSQUEDA DE LA VERDAD
La idea de verdad
objetiva y la idea de búsqueda de la verdad tienen aquí una importancia
decisiva.
El primer pensador en
desarrollar una teoría de la verdad, y de vincular la idea de verdad objetiva a
la idea de nuestra falibilidad humana básica, fue el presocrático Jenófanes.
Jenófanes nació el 571 antes de Cristo en Jonia, Asia Menor, y fue el primer
griego en escribir crítica literaria, el primer filósofo moral, el primero en
desarrollar una teoría crítica del conocimiento humano y el primer monoteísta
especulativo.
Jenófanes fue el fundador
de una tradición, una forma de pensamiento, a la que han pertenecido, entre
otros, Sócrates, Erasmo, Montaigne, Locke, Hume, Voltaire y Lessing.
En ocasiones, se la
denomina «escuela escéptica». Sin embargo, esta denominación puede fácilmente
inducir a equívocos. El Concise Oxford Dictionary dice, por ejemplo:
“Escéptico... persona que duda de la verdad de... las doctrinas religiosas,
agnóstico,... ateo; ... o que adopta opiniones cínicas”. Pero la palabra griega
de la que deriva el término significa (según nos informa el Oxford Dictionary)
«examinar», «indagar», «reflexionar», «buscar».
Entre los escépticos (en
la acepción tradicional del término) hubo sin duda muchas personas dubitativas
y quizá también desconfiadas, pero probablemente la iniciativa fatal de
identificar los términos «escéptico» y «dubitativo» fue una artera iniciativa
de la escuela estoica, que deseaba ridiculizar a sus rivales. En cualquier
caso, los escépticos Jenófanes, Sócrates, Erasmo, Montaigne, Locke, Voltaire y
Lessing fueron todos teístas o deístas. Lo que tienen en común todos los
miembros de esta tradición escéptica –incluido Nicolás de Cusa, un cardenal, y
Erasmo de Rotterdam— y que yo comparto con esta tradición, es el hecho de
subrayar nuestra ignorancia humana. Esto tiene unas importantes consecuencias
éticas: tolerancia, pero no tolerancia de la intolerancia, de la violencia o la
crueldad.
Jenófanes fue de
profesión rapsoda. Fue discípulo de Homero y Hesíodo, y criticó a ambos. Su
crítica fue de tipo ético y pedagógico. Se opuso a la información de Homero,
según la cual los dioses robaban, mentían y cometían adulterio, lo que le llevó
a criticar la doctrina homérica de los dioses. El resultado importante de esta
crítica fue el descubrimiento de lo que hoy se llamaría antropomorfismo: el
descubrimiento de que no había que tomarse en serio las narraciones griegas
sobre los dioses, porque representaban a los dioses como seres humanos. En este
punto, puedo citar algunos de los argumentos versificados de Jenófanes (en
traducción mía, casi literal): (2).
Los etíopes afirman que
sus dioses tienen nariz chata y piel negra, mientras que los tracios dicen que
los suyos son de ojos azules y pelirrojos.
Pero si los bueyes,
caballos o leones tuviesen manos y pudiesen dibujar, y esculpir como los
hombres, los caballos dibujarían a sus dioses como caballos, y los bueyes como
bueyes, y cada uno dibujaría los cuerpos de los dioses a la imagen y semejanza
de su especie.
Jenófanes se planteó un
problema con este argumento; ¿cómo hemos de concebir a los dioses ante esta
crítica del antropomorfismo? Tenemos cuatro fragmentos que contienen una parte
importante de esta respuesta. La respuesta es monoteísta, aunque Jenófanes,
como Lutero cuando tradujo el primer Mandamiento, se refugia utilizando
«dioses» en plural en la formulación de su monoteísmo:
Un dios, uno sólo entre los
dioses y entre los hombres, es el más grande.
No se asemeja a los
mortales ni por su cuerpo ni por su pensamiento.
Siempre permanece inmóvil
en un lugar, sin moverse nunca.
Tampoco le es propio
deambular, de aquí para allá.
Sin esfuerzo reina en
soberano sobre todo, por su mero pensamiento e intención.
Todo él ve, todo él
piensa y todo él oye. (3)
Éstos son los fragmentos
que representan la teología especulativa de Jenófanes.
Está claro que esta
teoría totalmente nueva fue para Jenófanes la solución a un difícil problema.
De hecho, fue para él la solución al mayor de todos los problemas, el problema
del Universo. Nadie que sepa algo sobre la psicología del conocimiento puede
dudar de que su creador debe haber considerado esta nueva idea como una
revelación.
A pesar de esto, dijo
Jenófanes, de forma clara y honesta, su teoría no era más que una mera
conjetura. Esto fue una inigualable victoria de la autocrítica, una victoria de
su honestidad intelectual y de su modestia.
Jenófanes generalizó esta
autocrítica de una manera que, según pienso, fue característica de él: le
parecía claro que aquello que había descubierto acerca de su propia teoría –que
no era más que conjetura a pesar de su fuerza de persuasión intuitiva— debía
ser cierto de todas las teorías humanas: todo es conjetura y sólo conjetura.
Esto revela, en mi opinión, que no le resultó fácil concebir su propia teoría
como una conjetura.
Jenófanes formuló su
teoría crítica del conocimiento –todo es conjetura– en seis hermosos versos:
Pero respecto a la verdad
certera, nadie la conoce,
Ni la conocerá; ni acerca
de los dioses,
Ni sobre todas las cosas
de las que hablo.
E incluso si por azar
llegásemos a expresar
La verdad perfecta, no lo
sabríamos:
Pues todo no es sino un
entramado de conjeturas.
Estos seis versos
contienen algo más que una teoría de la incertidumbre del conocimiento humano.
Contienen una teoría del conocimiento objetivo. Pues aquí Jenófanes nos dice
que, si bien algo que digo puede ser verdad, ni yo ni nadie sabrá que lo es.
Sin embargo, esto significa que la verdad es objetiva: la verdad es la
correspondencia de lo que digo con los hechos; tanto si en realidad sé o no sé
que existe la correspondencia.
Además, estos seis versos
contienen otra teoría muy importante. Contienen una pista sobre la diferencia
entre verdad objetiva y certeza subjetiva del conocimiento. Los seis versos
afirman que, aún cuando yo proclamo la más perfecta verdad, no puedo saberlo
con certeza. Pues no existe un criterio infalible de verdad: nunca, o casi
nunca, podemos estar seguros de que no estamos equivocados.
Pero Jenófanes no era un
pesimista epistemológico. Era una indagador; y durante el curso de su larga
vida consiguió, por medio del examen crítico, mejorar muchas de sus conjeturas,
y más especialmente sus teorías científicas. Éstas son sus palabras:
Los dioses no nos
revelaron, desde los inicios,
Todas las cosas; pero con
el paso del tiempo,
Indagando, podemos
aprender, y conocer mejor las cosas.
Jenófanes también explica
qué entiende por «conocer mejor las cosas»: se trata de la aproximación a la
verdad objetiva, la aproximación a la verdad, la semejanza con la verdad. Así, de
una de sus conjeturas, afirma:
Estas cosas –podemos
conjeturar– se parecen a la verdad.
Es posible que en este
fragmento el término «conjetura» aluda a la teoría monoteísta de la verdad de
Jenófanes.
En la teoría de la verdad
y del conocimiento humano de Jenófanes podemos encontrar los siguientes
elementos:
1. Nuestro conocimiento
consiste en enunciados.
2. Los enunciados son
verdaderos o falsos.
3. La verdad es objetiva.
Es la correspondencia del contenido de un enunciado con los hechos.
4. Incluso cuando
expresamos la verdad más perfecta, no podemos saberlo, es decir, no podemos
saberlo de forma cierta.
5. Dado que, en el
sentido usual del término, «conocimiento» es «conocimiento cierto», no puede
haber conocimiento. Sólo puede haber conocimiento por conjetura: «Pues todo no
es más que un entramado de conjeturas».
6. Pero en nuestro
conocimiento por conjetura puede haber progreso hacia algo mejor.
7. Un conocimiento mejor
es una mejor aproximación a la verdad.
8. Pero siempre sigue
siendo conocimiento por conjetura, un entramado de conjeturas.
Para comprender la teoría
de la verdad de Jenófanes es importante subrayar que Jenófanes distingue
claramente entre verdad objetiva y certeza subjetiva. La verdad objetiva es la
correspondencia de un enunciado con los hechos, tanto si lo sabemos —lo sabemos
con certeza— como si no. Así, no hay que confundir la verdad con la certeza o
con el conocimiento objetivo. Quien sabe algo con certeza, conoce la verdad.
Pero a menudo sucede que alguien conjetura algo sin saberlo con certeza; y que
su conjetura es realmente verdadera, pues corresponde con los hechos. Jenófanes
deduce correctamente que existen muchas verdades –y verdades importantes— que
nadie conoce con certeza; y que hay muchas verdades que nadie puede conocer, aún
cuando alguno pueda tener una conjetura sobre ellas. Y deduce además que
existen verdades que nadie puede siquiera conjeturar.
En realidad, en
cualquiera de los lenguajes en que podemos hablar de la secuencia infinita de
números naturales, existe una variedad infinita de enunciados claros y
definidos. Cada uno de estos enunciados es verdadero o falso o, si es falso, su
negación es verdadera. Por ello, hay infinitas proposiciones verdaderas y
diferentes. Y de ello se sigue que hay infinitas proposiciones verdaderas que
nunca podremos conocer: infinitas verdades incognoscibles.
Incluso en la actualidad
hay muchos filósofos que piensan que la verdad sólo puede ser significativa
para nosotros si la poseemos; es decir, la conocemos con certeza. Pero el
conocimiento de la existencia de conocimiento por conjetura tiene una gran
importancia. Hay verdades a las que sólo podemos aproximarnos mediante una
laboriosa búsqueda. Nuestra senda se abre paso, casi siempre, por medio del
error. Y sin verdad no puede existir error (y sin error no existe falibilidad).
Capítulo IV: PORQUÉ ES MEJOR PADECER
LA INJUSTICIA QUE COMETERLA
Algunas de las ideas que
acabo de describir me resultaban más o menos claras, incluso antes de leer los
fragmentos de Jenófanes; quizás de otro modo no las habría entendido. Gracias a
Einstein comprendí claramente que nuestro mejor conocimiento es conocimiento
por conjetura, que es un entramado de conjeturas. Fue Einstein quien señaló que
la teoría newtoniana de la gravitación –al igual que la suya propia— es
conocimiento por conjetura, a pesar de su inmenso éxito; y, al igual que la
teoría de Newton, la propia teoría de Einstein parece ser sólo una aproximación
a la verdad.
No creo que la
significación del conocimiento por conjetura me hubiese quedado clara nunca sin
la obra de Newton y Einstein; y me pregunté entonces cómo pudo haber estado
claro para Jenófanes hace 2.500 años. Quizá la respuesta sea que Jenófanes
empezó aceptando la imagen del universo de Homero, igual que yo acepté la
imagen del universo de Newton. Posteriormente, tanto él como yo pusimos en
cuestión nuestras respectivas creencias iniciales: él mediante su propia
crítica de Homero, y yo mediante la crítica de Newton por Einstein. Al igual
que Einstein, Jenófanes sustituyó por otra la imagen del universo objeto de
crítica; y ambos fueron conscientes de que su imagen del universo era
simplemente conjetura.
La constatación de que
Jenófanes había adelantado mi teoría del conocimiento por conjetura 2.500 años
antes me enseñó a ser modesto. Pero también la idea de modestia intelectual fue
anticipada casi otro tanto. Procede de Sócrates.
Sócrates fue el segundo
fundador, y mucho más influyente, de la tradición escéptica. Fue él quien
enseñó que sólo es sabio aquel que sabe que no lo es.
Sócrates y, hacia la
misma época Demócrito, hicieron el mismo descubrimiento ético de forma
independiente. Ambos dijeron, en palabras muy parecidas, que «es mejor padecer
la injusticia que cometerla».
Puede decirse que esta
idea —al menos si se une al conocimiento de lo poco que sabemos— conduce, como
mucho más tarde enseñó Voltaire, a la tolerancia.
Capítulo V: ¿ES SENSATO RECONOCER QUE
SE ES IGNORANTE?
Vuelvo ahora a la
significación actual de esta filosofía autocrítica del conocimiento.
En primer lugar, hemos de
examinar la siguiente objeción importante. Es verdad –diría alguien— que
Jenófanes, Demócrito y Sócrates no sabían nada; y en realidad fue sensato su
reconocimiento de ignorancia; y quizás aún más sensato que adoptasen la actitud
de indagar o perseguir el conocimiento. Nosotros –o, más exactamente, nuestros
científicos– seguimos siendo buscadores, investigadores. Pero en la actualidad,
los científicos no sólo buscan sino que encuentran. Y es mucho lo que han
hallado; tanto, que el volumen mismo de nuestro conocimiento científico se ha
vuelto problemático. Por ello, ¿es correcto seguir basando con sinceridad
nuestra filosofía del conocimiento en la tesis socrática de la falta de
conocimiento?
La objeción es correcta,
pero sólo a la luz de cuatro puntos adicionales muy importantes.
En primer lugar, cuando
se afirma que es mucho lo que conoce la ciencia, esto es correcto, pero aquí se
utiliza el término «conocimiento», aparentemente de manera inconsciente, en un
sentido totalmente diferente al de Jenófanes y Sócrates, y también del sentido
del término «conocimiento» en el uso cotidiano actual. Pues solemos entender
por «conocimiento», «conocimiento cierto». Si alguien afirma «Sé que hoy es
martes pero no estoy seguro de que hoy sea martes», se está contradiciendo, o
negando en la segunda parte de su afirmación lo que está afirmando en la
primera parte.
Pero nuestro conocimiento
científico no es aún conocimiento cierto. Está sujeto a revisión. Consta de
conjeturas contrastables, de hipótesis a lo sumo, de conjeturas que se han
sometido a las pruebas más estrictas pero que, con todo, siguen siendo sólo
conjeturas. Éste es el primer punto, y constituye en sí una completa
justificación del énfasis de Sócrates en nuestra falta de conocimiento, y del
comentario de Jenófanes de que, aún cuando hablamos de verdad perfecta, no
podemos saber que es verdadero lo que hemos dicho.
El segundo punto, que hay
que añadir a la objeción de que actualmente sabemos tantas cosas, es éste: con
casi todo nuevo logro científico, con cada solución hipotética de un problema
científico, aumenta tanto el número de problemas sin resolver como su grado de
dificultad. De hecho, los problemas aumentan más rápidamente que las
soluciones. Puede decirse que, mientras que nuestro conocimiento hipotético es
finito, nuestra ignorancia es infinita. Y no sólo eso: para el verdadero
científico con sensibilidad a los problemas no resueltos, el mundo se está
volviendo cada vez más, en sentido muy concreto, un enigma.
Mi tercer punto es que
cuando decimos que hoy sabemos más de lo que supieron Jenófanes o Sócrates,
probablemente es incorrecto si interpretamos «saber» en sentido subjetivo.
Presumiblemente, ninguno de nosotros sabe más; simplemente sabemos cosas
diferentes. Hemos sustituido unas teorías, hipótesis y conjeturas particulares
por otras; sin duda, en la mayoría de los casos, por otras mejores: mejores en
el sentido de constituir una mejor aproximación a la verdad.
Podemos denominar al
contenido de estas teorías, hipótesis y conjeturas, conocimiento en sentido
objetivo, frente al conocimiento subjetivo o personal. Por ejemplo, el
contenido de una enciclopedia de física es conocimiento impersonal u objetivo
–y, por supuesto, hipotético— supera lo que puede conocer el físico más
erudito. Lo que sabe un físico –o, más exactamente, lo que conjetura— puede
denominarse su conocimiento personal o subjetivo. Ambos –el conocimiento
impersonal y el conocimiento personal- son principalmente hipotéticos y
susceptibles de mejora. Pero no sólo el conocimiento impersonal u objetivo
actual va más allá del conocimiento personal de cualquier ser humano, sino que
avanza tan rápidamente que el conocimiento personal o subjetivo sólo puede
estar en sintonía con él en pequeños ámbitos y durante cortos períodos de
tiempo, viéndose constantemente desfasado en lo esencial.
Ésta es la cuarta razón
por la que Sócrates sigue teniendo razón. Pues este conocimiento desfasado
consiste en teorías que han resultado falsas. El conocimiento desfasado no es
conocimiento, al menos no en el sentido habitual de la palabra.
Capítulo VI: TRES PRINCIPIOS ÉTICOS
ESENCIALES
Tenemos así cuatro
razones que muestran incluso hoy que la idea socrática de que «sé que no sé
nada, y apenas esto», sigue siendo muy relevante –quizás más que en la época de
Sócrates. Y tenemos buenas razones para deducir de esta idea, en aras de la
tolerancia, las consecuencias éticas que dedujeron de ella Erasmo, Montaigne,
Voltaire y, posteriormente, Lessing. Pero se siguen todavía otras
consecuencias.
Los principios que constituyen
la base de toda discusión racional, es decir, de toda discusión emprendida a la
búsqueda de la verdad, constituyen los principios éticos esenciales. Me
gustaría enunciar aquí tres de estos principios.
1. El principio de
falibilidad: quizá yo estoy equivocado y quizá tú tienes razón. Pero es fácil
que ambos estemos equivocados.
2. El principio de
discusión racional: deseamos intentar sopesar, de forma tan impersonal como sea
posible, las razones a favor y en contra de una teoría: una teoría que es definida
y criticable.
3. El principio de
aproximación a la verdad: en una discusión que evite los ataques personales,
casi siempre podemos acercarnos a la verdad. Puede ayudarnos a alcanzar una
mejor comprensión; incluso en los casos en que no alcancemos un acuerdo.
Vale la pena señalar que
estos tres principios son principios tanto epistemológicos como éticos, pues
implican, entre otras cosas, la tolerancia: si yo espero aprender de ti, y si
tú deseas aprender en interés de la verdad, yo tengo no sólo que tolerarte sino
reconocerte como alguien potencialmente igual. La unidad e igualdad potencial
de todos constituye en cierto modo un requisito previo de nuestra disposición a
discutir racionalmente las cosas. También es aquí importante el principio de
que podemos aprender mucho de una discusión, aún cuando no conduzca al acuerdo.
Una discusión puede ayudarnos a arrojar luz sobre algunos de nuestros errores.
Así, los principios
éticos constituyen la base de la ciencia. La idea de verdad como principio
regulador fundamental –el principio que guía nuestra búsqueda— puede
considerarse un principio ético.
La búsqueda de la verdad
y la idea de aproximación a la verdad también son principios éticos; como lo
son las ideas de integridad intelectual y falibilidad, que nos conducen a una
actitud de autocrítica y de tolerancia.
También es importante que
podamos aprender en el ámbito de la ética.
Capítulo VII: ¡SE UNA AUTORIDAD!
Me gustaría demostrar
esto considerando el ejemplo de una ética para el intelectual, y en especial
para las profesiones intelectuales: una ética para científicos, médicos,
abogados, ingenieros y arquitectos; para funcionarios y, lo que es más
importante, para los políticos.
Desearía presentarles
algunos principios de una nueva ética profesional, principios estrechamente vinculados
con los conceptos de tolerancia y honestidad intelectual.
Para este fin, voy a
caracterizar primero la antigua ética profesional, quizá caricaturizando un
poco, para compararla con la nueva ética profesional que voy a proponer.
Tanto la ética
profesional antigua como la nueva se basan, sin duda, en los conceptos de
verdad, de racionalidad y de responsabilidad intelectual. Pero la ética antigua
se basaba en la idea de conocimiento personal y de conocimiento cierto y, por
ello, en la idea de autoridad; mientras que la nueva ética se basa en la idea
de conocimiento objetivo y de conocimiento incierto. Esto supone un cambio
fundamental en la forma de pensar subyacente y, por consiguiente, en la forma
de operar las ideas de verdad, de racionalidad, de honestidad y responsabilidad
intelectual.
El ideal antiguo era
poseer la verdad –verdad cierta— y, si era posible, garantizar la verdad por
medio de una prueba lógica.
Este ideal, muy aceptado
hasta hoy, es la idea de sabiduría en la persona, el sabio. No de «sabiduría»
en el sentido socrático, por supuesto, sino en el sentido platónico. El sabio
que es una autoridad, el filósofo erudito que reclama poder, el filósofo-rey.
El viejo imperativo de
los intelectuales es: ¡sé una autoridad!, ¡conoce todo en tu especialidad!
Tan pronto se le reconoce
a uno como autoridad, su autoridad estará protegida por sus colegas; y uno debe
a su vez proteger la autoridad de sus colegas.
La antigua ética que
estoy presentando no deja lugar al error. Sencillamente no se toleran los
errores. Por consiguiente, no han de reconocerse los errores. No tengo que
subrayar que esta antigua ética profesional es intolerante. Además, siempre ha
sido intelectualmente deshonesta: conduce (especialmente en medicina y en política)
al encubrimiento de los errores con el fin de proteger a la autoridad.
Capítulo VIII: DOCE PROPUESTAS PARA
UNA ÉTICA PROFESIONAL
Ésta es la razón por la
que sugiero la necesidad de una nueva ética profesional, principal, pero no
exclusivamente, para los científicos. Sugiero que se base en los doce
principios siguientes, con los cuales cerraré la conferencia.
1. Nuestro conocimiento
objetivo por conjetura va cada vez más allá de lo que puede dominar cualquier
persona individual. Sencillamente por eso no puede haber «autoridades». Esto
vale también en materias especializadas.
2. Es imposible evitar
todos los errores, o incluso todos aquellos errores que son, en sí, evitables.
Todos los científicos cometen continuamente errores. Hay que revisar la vieja
idea de que se pueden evitar los errores y de que por lo tanto es un deber
evitarlos: es una idea errónea.
3. Por supuesto, sigue
siendo nuestro deber evitar en lo posible todos los errores. Pero dado
precisamente que podemos evitarlos, debemos siempre tener presente lo difícil
que es evitarlos y que nadie lo consigue por completo.
No lo consiguen siquiera
los científicos más creativos guiados por la intuición: la intuición puede
equivocarnos.
4. Los errores pueden
estar ocultos incluso en aquellas teorías que están bien confirmadas; y es
tarea específica del científico buscar estos errores. La observación de que una
teoría o técnica bien confirmada que se ha utilizado con éxito es errónea puede
constituir un descubrimiento importante.
5. Por ello hemos de
revisar nuestra actitud hacia los errores. Es aquí donde debe comenzar nuestra
reforma ética práctica. Pues la actitud de la antigua ética profesional lleva a
encubrir nuestros errores, a mantenerlos en secreto y a olvidarlos tan pronto
como sea posible.
6. El nuevo principio
básico es que para aprender a evitar los errores debemos aprender de nuestros
errores. Por ello encubrir los errores constituye el mayor pecado intelectual.
7. Hemos de estar
constantemente a la búsqueda de errores. Cuando los encontramos debemos estar
seguros de recordarlos; debemos analizarlos minuciosamente para llegar al fondo
de las cosas.
8. Mantener una actitud
autocrítica y de integridad personal se convierte así en una obligación.
9. Como debemos aprender
de nuestros errores, también debemos aprender a aceptar, y a aceptar con
gratitud, cuando otras personas llaman nuestra atención sobre nuestros errores.
En cambio, cuando somos nosotros los que llamamos la atención sobre los errores
de los demás, hemos de recordar que nosotros mismos hemos cometido errores
similares. Y hemos de recordar que los mayores científicos han cometido
errores. Sin duda no quiero decir que normalmente sean perdonables nuestros
errores: nunca hemos de relajar nuestra atención. Pero es humanamente imposible
evitar una y otra vez los errores.
10. Debemos tener muy
claro que necesitamos a los demás para descubrir y corregir nuestros errores
(igual que éstos nos necesitan a nosotros); especialmente a aquellas personas
que se han formado en un entorno diferente. También esto favorece la
tolerancia.
11. Hemos de aprender que
la mejor crítica es la autocrítica; pero que es necesaria la crítica de los
demás. Es casi tan buena como la autocrítica.
12. La crítica racional
debe ser siempre específica. Debe aportar razones concretas por las cuales
enunciados o hipótesis específicas parecen ser falsos, o determinados
argumentos poco válidos. Debe estar guiada por la idea de aproximación gradual
a la verdad objetiva. En este sentido, debe ser impersonal.
Les pido que sigan estas
sugerencias. Pretenden demostrar que también en el ámbito de la ética, se puede
formular sugerencias que están sujetas a discusión y mejora.
Notas:
1. Versión de
Nácar-Colunga. B.A.C., Madrid, 1967.
2. Dado que Popper quiere
subrayar su versión personal de los fragmentos de Jenófanes reproducidos, se
ofrece la traducción de esta versión (inglesa), en vez de una versión estándar
(con el margen de infidelidad que supone una traducción de una traducción)
(N.T.).
3. Esta nota constituye
una defensa de mi traducción de D-K (=Diels-Kranz, Die Fragmente der
Vorsokratiker), Jenófanes B 25: «Sin esfuerzo reina en soberano sobre todo, por
su mero pensamiento e intención».
Traduzco aquí el verbo
griego Kradainõ (=kradaõ) por «reinar», mientras que anteriormente lo traduje
por «mover», siguiendo a Hermann Diels, con apoyo en los diccionarios (que no
ofrecen la acepción de «reinar» o «dominar», etc). Obviamente, con «mover el
Todo» yo estaba pensando en una teoría prearistotélica del primer motor. Pero
esta teoría fue refutada por Karl Reinhardt en su libro Parménides, donde optó
por la acepción del diccionario de «agitar», que fue aceptada por D-K y, bajo
su influencia, por Kirk y Raven, págs. 168 y sigs. (p. 169: «...agita todas las
cosas por el pensamiento de su mente») y por Guthrie (History of Greek Philosophy,
vol. 1, p. 374: «...crea todas las cosas con el impulso de su mente»). Estas
sugerencias me parecían imposibles y me llevaron, primero, a buscar el mejor
significado en este contexto. Tras decidir que el mejor era «reina», hallé que
uno de los significados básicos de kradainó (o kraainõ) era «blandir o agitar
una lanza», y de kraiainõ (kraainõ) «blandir o hacer caer al gobernante» (el
skeptron o cetro); véase Sófocles, Edipo en Colona, verso 449), y por ello
«reinar», «dominar». Parece así que kradainõ y kraainõ tenían (en ocasiones) el
mismo significado fundamental: agitar o blandir una lanza (larga). Sugiero que
en ocasiones pueden traducirse ambas palabras por «dominar» y «reinar». Dadas
las muchas interpretaciones erróneas de Jenófanes, contra las cuales ya había
protestado en vano Galeno, quiero proponer aquí una traducción del fragmento
28. (Fue propuesta –sin yo saberlo– por Felix M. Cleve en The Giants of
Pre-Sophistic Greek Philosophy, 2a. ed., 1969, vol. I, pp. 11 y sigs.)
Vemos a nuestros pies la
Tierra con sus límites superiores en el aire; con los inferiores llega al
«Apeiron».
Obviamente, «Apeiron»,
(lo «ilimitado» o «indeterminado») es aquí el principio de Anaximandro, la
materia indeterminada o amorfa que llena lo que hoy llamamos «espacio», el
mundo. Anaxímenes sustituyó el «Apeiron» por el «aire»: Jenófanes estaba en
Mileto cuando se debatió este problema, cuando Anaxímenes afirmó, contra
Anaximandro, que el Aire no estaba sólo en la parte superior de la Tierra, sino
que además le daba apoyo por debajo. B 28 claramente tercia en esta disputa, a
favor de Anaximandro y en contra de Anaxímenes: es muy improbable que Jenófanes
utilice la yuxtaposición Aire-Apeiron en un sentido distinto al de esta
disputa. Que esto no se comprendiese se debe a la autoridad de Aristóteles,
quien (como se puede demostrar) no conocía el fragmento B 28 cuando escribió (o
dictó) De Caelo 294a21, pero citó con aprobación a Empédocles, quien por su
parte había interpretado mal ese fragmento, lo cual tuvo consecuencias de largo
alcance. (Véase un próximo artículo mío)
PANORAMA Liberal
Miércoles 15 Agosto 2012
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