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martes, 22 de febrero de 2011

EL SUICIDIO DE LA DEMOCRACIA, John Ralston Saul


En febrero del año 1999, pasó por Chile, John Ralston Saul, el celebrado autor de “Los Bastardos de Voltaire”, un intelectual demasiado lúcido y controvertido, que habló extensamente sobre la maldita dictadura que, bajo apariencias democráticas, se esconde en lo más profundo de nuestras estructuras.

Según este notable pensador, la búsqueda de la eficiencia y del rendimiento económico está anulando la capacidad de duda y de reflexión del hombre y puede provocar una catástrofe. Y la culpable es la pervertida razón que se ha transformado en una herramienta que permite justificar hasta lo injustificable. Por eso, la razón permitió el surgimiento de un criminal como Hitler y permite los ciclos de altas y bajas económicas que nos afligen periódicamente.

Y, en la actualidad, seguimos y seguimos en las mismas. En medio oriente, los pueblos parecieran estar despertando de un letargo autoritario de decenas de años alimentado por un apoyo político y económico de las grandes potencias.

Y todo parece razonable, con la razón como el instrumento central del desarrollo humano, ¿y la moral?, ¿y el sentido común?. Debemos complementar la razón, y debemos hacerlo rápido porque si no nuestros nuevos héroes tecnócratas seguirán creando estructuras para sus propios fines.

En esta oportunidad, entregamos a ustedes una entrevista realizada por el periodista Santiago Kovadloff para La Nación, de Buenos Aires

¿Quién es Ralston Saul?

Nacido en Otawa, Canadá, Ralston Saul reside actualmente en Toronto. Se educó formalmente en el estudio de la historia y de la política y sólo se consagró a la literatura posteriormente.

Su perfil académico nada tendría de particular si Ralston Saul, antes de convertirse en quien es, no hubiese sido un poderoso empresario petrolero. Se hizo rico en el ejercicio de ese oficio del que, sin embargo, un día se apartó. Tenía, por ese entonces, suficientes recursos como para no volver a pensar sino en lo que le importaba: escribir y volcarse reflexivamente sobre el tiempo en que le tocaba vivir. Hoy es un crítico implacable de la sinrazón que domina al racionalismo de nuestro tiempo, a su economicismo espiritualmente decapitado.

Ralston Saul habla con la misma contundencia con que escribe. Bien lo supe yo cuando me encontré con él para entrevistarlo, en un hotel céntrico de Buenos Aires, hace algunas semanas. Afable y riguroso, distendido y a la vez apasionado, su sorprendente estatura y la lozanía de su figura desmienten los cincuenta años que seguramente tiene.

Por Buenos Aires pasó fugazmente. Venía de Santiago de Chile, donde la salida de la edición castellana de Los bastardos de Voltaire, que fue celebrada con su presencia, dio lugar a un par de conferencias y a un sinnúmero de reportajes. Cuando lo encontré, se lo veía cansado. Esa misma tarde partía de regreso a Canadá. Su cordialidad sin embargo no sufrió mengua alguna a lo largo de las dos horas que compartimos.

Mientras yo aprontaba mis papeles, él me extendió uno de sus libros, el último, editado en España y titulado La civilización inconsciente. Bromeó:  "Ya sabe usted. Si le parece bueno, el mérito será mío; si le resulta malo, atribúyaselo al traductor".

-La razón puramente instrumental fue denunciada en 1922 por Oswald Spengler. ¿Encuentra usted algún parentesco entre la crítica al racionalismo realizada por el autor de La decadencia de Occidente , y la que usted efectúa, a fines del mismo siglo, en Los bastardos de Voltaire ?

-A Spengler lo leí hace seis años. Escribió en un momento en que aún no estaba claro qué iba a pasar en el siglo XX. El momento era prematuro y él, demasiado histérico. Hay que reconocer, no obstante, que en algunas cosas no le faltaba razón. Era un gran intuitivo. Sabía presentir. Pero no vio, no podía ver en su verdadera magnitud lo que iba a suceder. Ahora, con el siglo agotado, podemos verlo. En parte ocurrió lo que él había previsto. Sólo en parte. A Spengler lo obsesionaba Dios. Aseguraba que la razón nos privaba de una aproximación integral a la realidad; decía que cercenaba, tal como se la concebía, la conciencia de la interdependencia, lo que yo llamaría una participación inclusiva .

-¿Y qué pasó? ¿Pasó acaso lo que dijo Cioran: "el nuestro es un tiempo infinitamente intenso y sin sustancia"? ¿Diría usted que Cioran estaba en lo cierto?

-Escúcheme, Cioran es un ejemplo característico de lo que es un filósofo del siglo XX. Los filósofos del siglo XX no conocen la realidad; ignoran hasta qué punto sus filosofías pueden aplicarse a los hechos. No advierten que ellos también son víctimas de un poder político al que no le hace mella lo que dicen. Hay entre los filósofos y los novelistas del siglo XIX y los del XX una gran diferencia. Los del XIX estaban en el centro de su sociedad y al filosofar no se alejaban de la realidad.

-¿La realidad? ¿No hay en lo que dice un tufillo positivista? ¿Una cierta ingenuidad anglosajona para hablar de filosofía?

-¡Pero, por favor! Usted tiene que darse cuenta de que Cioran toma la ausencia de sustancia por ausencia de sistema de creencias. Y eso es grave. No hay ningún ejemplo en la historia de la civilización occidental en el que sea posible reconocer una ausencia radical de creencias. Nunca sucedió una cosa así y Cioran no parece darse por enterado. Y algo más: entre todas las civilizaciones planetarias, la occidental es la que más ama la ideología.

-No le entiendo. ¿Qué es sino ideología el fundamentalismo político y religioso que se practica con devoción más allá de las fronteras de Occidente?

-Somos politeístas. En Occidente adoramos los ídolos. Adoramos las ideologías. Y es en nombre de ese amor que exterminamos a todos los que no coinciden con sus pautas. Importamos nosotros, nadie más que nosotros. Hemos hecho de Dios una ideología y creo que eso fue lo que despistó a la gente como Cioran, que no comprendió de qué manera ejercemos nuestra esencial idolatría, nuestro paganismo, sin necesidad de recurrir a la palabra "Dios".

-Su crítica a Cioran bien podría ser la de Marx. ¿No hay algo que se le escapa?

-Usted bien sabe que siempre hay algo que se nos escapa. Pero permítame decirle ahora que a Cioran también se le escapó otra cosa. No comprendió ni la idea de estructura ni la importancia de la estructura, ese fenómeno racional con quinientos años de experiencia. Somos una civilización de estructura, afectivamente vacía pero, reconozcámoslo, intensa. Nuestro contenido es la ausencia de contenido. Nuestro contenido es la forma, la estructura. Desde hace años, me empeño en hacer comprender que esa estructura, que superó a los gobiernos, se convirtió en una civilización, y que ése es nuestro problema. Hay que advertir de una buena vez en qué se ha transformado la razón occidental por no estar contrabalanceada por otras cualidades humanas, no sólo a nivel intelectual o filosófico, sino también en la vida práctica de todos los días.

-En Los bastardos de Voltaire , usted afirma: "El dinero organiza las cosas en interés de los que lo tienen. Por el dinero, la democracia se anula a sí misma después que el dinero ha anulado al espíritu". ¿Considera usted que asistimos al ocaso definitivo de la vida democrática? ¿Nos encaminamos, acaso, hacia una gran colisión planetaria como la pronosticada por Samuel P. Huntington en El choque de las civilizaciones ?

-Es completamente posible que nos encontremos en la última etapa de la democracia. En realidad, ya no estamos en democracia. Y lo digo teniendo en cuenta los países que han tenido una larga experiencia democrática, no afectada por interrupciones, como Canadá. (En Francia y en Alemania la democracia se vio truncada y en los Estados Unidos subsiste intacto el interrogante acerca de si un país moderno puede estar, al mismo tiempo, inscripto en un régimen democrático y contar con una economía de corte imperial, basada en la esclavitud.) Pero de uno u otro modo, en los estados con larga experiencia democrática, el predominio del espíritu democrático, de lo que ese espíritu implica, ha desaparecido.

Las decisiones fundamentales se toman más allá de cualquier participación democrática, son decisiones de expertos. Y los expertos no trabajan por la democracia sino por el poder, por y para los sectores de poder. Advierta lo siguiente: cada vez que se nos propone una solución para un gran problema -y esto ocurre por lo menos desde hace veinte años- uno termina viendo que en realidad no se propone nada. Proponer supone por lo menos dos posibilidades, y lo que se nos dice es: "Esta es la solución y no hay otra. Si no se hace lo que decimos, sobrevendrá la catástrofe. Si no hay libre intercambio, habrá cierre total de los mercados y dictadura". Siempre es esto o el agujero negro: un maniqueísmo absoluto. ¿Cómo se puede decir que vivimos en democracia cuando el presidente o el primer ministro de un país como el mío, Canadá, jamás ofrecen opciones? La base de la democracia es la opción. Se trata, en el fondo, del viejo ideal socrático: no hay respuestas completas. Si la respuesta es absoluta entonces estamos, con ella, en el reino de las ideologías, en el reino de Dios, en el reino del Destino. La democracia niega el destino, niega lo inevitable, excepto la muerte. Niega, por lo tanto, la respuesta entendida como un todo cerrado.

Pues bien: hoy ya no se puede dudar. No se puede decir, bajo ningún concepto: "Hace cincuenta años que hacemos lo mismo, vamos a cambiar". Para aquellos que tienen responsabilidad, dudar está descartado. Están condenados a la certeza y nos quieren condenar a la certeza. Los tecnócratas añaden que cuestionar, alentar la duda, es un signo de falta de profesionalismo; más aún, que implica poner en peligro millones de vidas cuya realidad está basada en la certidumbre. Y sin embargo, insisto, la democracia no es la certidumbre. Está, por el contrario, basada en la incertidumbre. La certidumbre es la negación de la inteligencia. Creo, por eso, que ya no estamos en democracia. Estamos, y hablo sobre todo de los países desarrollados, en una dictadura confortable. Lo vamos pasando bien...

-Usted ha sido un empresario del petróleo, y tiene formación económica. Hablemos de la crisis económica actual.

-Según qué países consideremos, las cifras pueden variar. Pero en términos generales puede decirse que, desde hace unos veinte años, se está realizando un experimento ideológico según el cual la economía dirige la civilización y la democracia ha de entenderse, necesariamente, como una creación de la economía. Es, para abreviar, una interpretación idiota que asegura que la revolución industrial del siglo XIX produjo una burguesía, esa burguesía exigió derechos políticos y esos derechos políticos, una vez concedidos, dieron lugar a la democracia. Lo crea usted o no, eso se enseña en los cursos de economía de todas las universidades y, sin embargo, es completamente falso. La democracia no tiene nada que ver con la revolución industrial. Y vamos a terminar dándonos cuenta, de un modo u otro, de lo que implica haber hecho un dios de las fuerzas económicas. Creo que estamos entrando, de hecho, en un período en el que la ideología de turno comienza a resquebrajarse. Estamos al borde de una gran crisis que es el producto directo de esa ideología estructuralista. En síntesis, la causa de estos males es la idea de la economía dirigida por los tecnócratas. El dios de los tecnócratas es ese concepto de la economía. Ellos no tienen la menor idea acerca de cómo encontrar una dirección, ni idea ni talento para encontrarla. Tienen, como le digo, un dios. La economía es ese dios y él, según ellos, va a encontrar su propio equilibrio de la mano de la tecnología. Nuestro deber es seguir el curso natural de la economía. ¡Y lo peor es que creen aclarar algo cuando afirman que la civilización y la tecnología avanzan tan rápidamente que no hay manera de darles forma sin perder el ritmo del desarrollo! Es una manera velada de admitir que son mecánicos, técnicos; un modo de confesar que no saben conducir.

Ahí tiene usted el ejemplo de Canadá. ¿Qué dicen las elites de Canadá? Tranquilos, cálmense, no hay problema. Tal es, siempre, la respuesta del tecnócrata, del que teme que la población entre en pánico. Toda duda es antipatriótica, como ya le dije. Jamás admitirán que están equivocados. Me horroriza ver al Ministro de Finanzas de Canadá, o de cualquier otro país equivalente, dirigiéndose a nosotros como si fuéramos idiotas, como si no pudiéramos sentir lo que está ocurriendo.

-¿Qué ve usted en la tecnocracia actual? ¿Una nueva forma de corporativismo? Sus ideas me hacen pensar en las de Paul Feyerabend.

-Exactamente. Eso es lo que tenemos ahora: una nueva forma de corporativismo planetario. Hoy la gente se ríe de Mussolini, demoniza a Hitler, pero pocos se atreven a pensar en el parentesco entre sus ideas de fondo y las que hoy tienen vigencia. El racismo no fue la raíz del corporativismo de la primera mitad del siglo, fue su producto. La raíz, el verdadero corazón de todo aquello, fue la idea corporativa, la sociedad basada en el agrupamiento de los sectores según intereses. Hay una expresión en inglés, interest mediation , mediación entre intereses, con el que se indica cómo proceder en este terreno. Los grupos tienen intereses y se discute exclusivamente sobre esos intereses. Hay un compromiso basado en el Yo tomo esto y usted toma esto otro, y ese compromiso ignora y niega la idea de civilización, la vacía. Eso es lo que estamos viviendo: un vaciamiento de sentido de la solidaridad, una caída del interés por lo propiamente humano.

Si no nos detenemos, si no hacemos una pausa para pensar hacia dónde estamos yendo, sobrevendrá la catástrofe. Y ya se sabe lo que implica la catástrofe de una ideología. Implica el auge de su reverso. Lo contrario nunca es lo mejor porque no posibilita el aprendizaje. Tenemos dos mil quinientos años de experiencia occidental. Valdría la pena aprovecharlos y no olvidar lo que ellos nos enseñan: se trata, en otras palabras, de trabajar por el equilibrio, de ir hacia el equilibrio. De los extremos sólo vienen la pobreza y la violencia. Esta democracia es peligrosa porque es ficticia. Promueve un pensamiento excluyente. Obrar democráticamente, con espíritu humanista, significa trabajar con ideas inclusivas, con matices. El predominio del ideal descarnado de la eficacia traduce un muy bajo nivel de desarrollo espiritual, una carencia muy acentuada de contenido crítico. Una sociedad que se deja llevar únicamente por el principio de la eficacia, se suicida.

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