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miércoles, 13 de octubre de 2010

DESIGUALDAD DE RIQUEZAS E INGRESOS por Ludwig von Mises



Donde hay un menor grado de desigualdad en la riqueza hay también un nivel medio de vida inferior.

LA ECONOMIA DE MERCADO capitalismo se basa en la propiedad privada de los medios materiales de producción y en la empresa privada. Los consumidores al comprar o al abstenerse de comprar, determinan en última instancia lo que se debe producir y en qué cantidad y calidad.

Convierten en lucrativos los negocios de los comerciantes que satisfacen mejor sus deseos y en improductivos los negocios de 1os que no producen lo que demandan con más urgencia. Las ganancias ponen el control de los factores de producción en las manos de aquellos que los están utilizando para satisfacer lo mejor posible las necesidades más urgentes de los consumidores, y las pérdidas los sacan del control de los hombres de negocios ineficaces. En una economía de mercado que no sea saboteada por el gobierno, los propietarios de bienes actúan como si fueran mandatarios de los consumidores. En el mercado, un plebiscito repetido diariamente determina quién debe poseer y qué cantidad. Es el consumidor que enriquece a algunas peruanas y empobrece a otras.

La desigualdad de riqueza y de ingresos es una característica esencial de la economía de mercado. Es el implemento que establece la supremacía de los consumidores al darles el poder para obligar a todos los que están dedicados a la producción, a cumplir con sus órdenes. Obliga a todos los que están empeñados en la producción, a realizar el máximo de esfuerzos para abastecer a los consumidores. Hace funcionar la competencia. El que complace mejor a los consumidores es el que gana más y acumula riquezas.

En una sociedad del tipo que Ferguson, Saint Simon y Herbert Spencer llaman militarista y los americanos de hoy llaman feudal, la propiedad privada e a tierra era el fruto de la usurpación violenta o de donaciones de parte del propietario beligerante que la había conquistado. Algunos poseían más, otros menos, y otros nada porque el jefe lo había decidido así. En una sociedad como ésa, era justo afirmar que la abundancia de grandes terratenientes era el corolario de la indigencia de los que no poseían tierras. Pero es diferente en una economía de mercado. El gran volumen en los negocios no perjudica sino que, por el contrario, mejora las condiciones del resto de la gente. Los millonarios adquieren sus fortunas al proveer a la mayoría de artículos que antes estaban fuera de su alcance. Si las leyes les hubieran impedido hacerse ricos, el término medio de los hogares americanos tendría que privarse de lo aparatos mecánicos y cosas prácticas que constituyen hoy en día su equipo normal. Los Estados Unidos de Norteamérica del mas alto nivel de vida conocido ahora en la historia, porque durante varias generaciones no se hizo tentativa alguna de «igualación» y «redistribución». La desigualdad de riqueza y de ingresos es la causa del bienestar de las masas, no la causa de la desgracia de nadie. Donde hay un «grado menor de desigualdad», necesariamente hay un nivel de vida inferior para las masas.

En la opinión de los demagogos, la desigualdad en lo que llaman la «distribución» de la riqueza y de los ingresos, es por sí misma el peor de los males. La justicia exige una distribución equitativa. Por lo tanto, es justo y conveniente confiscar el excedente de los ricos o al menos una gran parte de él y dárselo a aquellos que poseen menos. Esta filosofía presupone tácitamente que semejante política no perjudicaría a la cantidad total producida. Pero aun si esto fuera cierto, la cantidad en que se incrementaría el poder adquisitivo del hombre medio, sería mucho menor que lo que suponen las desmedidas ilusiones populares. En realidad, el lujo de los ricos absorbe sólo una pequeña fracción del consumo total del país. La mayor parte de los ingresos del hombre rico no se gasta en consumo, sino que se ahorra y se invierte. Es esto precisamente lo que explica la acumulación de sus grandes fortunas. Si los fondos que el hombre de negocios próspero hubiera hecho rendir de nuevo dándoles empleo productivo, los usa en cambio el gobierno para gastos corrientes o se entregan a personas que los consumen, la ulterior acumulación de capital se retrasa o se detiene por completo. Entonces hay que considerar como imposibles el mejoramiento económico, el progreso tecnológico y una tendencia hacia un mejor nivel de vida.

Cuando Marx y Engels en el «Manifiesto comunista» recomendaban «un opresivo impuesto a los réditos progresivo o gradual» y la «abolición de todos los derechos de sucesión» como medidas para «arrebatar, gradualmente, todo el capital a la burguesía», se mantenían fieles a sus principios desde el punto de vista del fin último que perseguían, es decir, la substitución de la economía de mercado por el socialismo. Se daban cuenta perfectamente de las consecuencias inevitables de estos métodos. Declaraban abiertamente que estas medidas son «insostenibles económicamente» y que ellos las defendías solamente porque «necesitan ulteriores penetraciones» en la estructura social capitalista y son por completo los métodos de producción», es decir, como medio de imponer el socialismo.

Pero es algo completamente diferente cuando estas medidas, que Marx y Engels calificaban de «insostenibles económicamente», son recomendadas por gente que pretende querer preservar la economía de mercado y la libertad económica. Estos políticos de posición intermedia al estilo propio son, o unos hipócritas que quieren imponer el socialismo engañando a la gente sobre sus intenciones verdadera, o unos ignorantes que no saben de lo que están hablando, pues los impuestos progresivos sobre los ingresos y las propiedades son incompatibles con la preservación de la economía de mercado.

El hombre partidario de la intervención estatal, razona de esta manera: no hay motivo para que un hombre de negocios escatime sus esfuerzos para la mejor marcha de sus asuntos solamente porque sabe que sus ganancias no lo van a enriquecer a él, sino que van a beneficiar a todo el mundo. Aunque no sea un altruista, que no da importancia al lucro y trabaja desinteresadamente por el bien público, no tiene motivos para preferir una forma de desempeñar sus tareas menos eficientemente a una más eficiente. No es verdad que el único incentivo que impulsa los que van a la vanguardia de la industria sea la ganancia. También los estimula de igual modo la ambición de llevar sus productos a la perfección.

Este razonamiento es completamente erróneo. Lo que importa no es la conducta de los empresarios sino la supremacía de los consumidores. Podemos dar por sentado que los hombres de negocios estarán ansiosos de servir a los consumidores en la mejor forma, de acuerdo con sus posibilidades, aunque ellos mimos no saquen ningún provecho de su celo y dama empeño. Van a realizar lo que de acuerdo con su opinión es lo que mejor conviene a los consumidores. Pero entonces ya no van a ser los consumidores los que decidan lo que necesitan. Tendrán que aceptar lo que los hombres de negocios opinan que es lo mejor para ellos. No serán los consumidores sino los empresarios los que tendrán la supremacía. Los consumidores no tendrán ya la facultad de confiar el control de la producción a aquellos industriales cuyos productos prefieren, y de relegar a una posición más modesta en la escala económica a quienes fabrican productos que aprecian menos.

Si las leyes estadounidenses actuales con respecto a las cargas impositivas con que se gravan las ganancias de las sociedades, los ingresos de los individuos y las sucesiones, se hubieran puesto en vigencia sesenta años atrás, todos esos nuevos productos cuyo consumo ha elevado el nivel de vida del «hombre común», o no se hubieran producido en absoluto, o se hubieran producido en pequeñas cantidades para beneficiar a una minoría. Las empresas Ford no hubieran existido si las ganancias de Ford hubieran sido absorbidas por los impuestos tan pronto como se producían. La estructura económica de 1895 seguiría en pie. La acumulación de nuevo capital se hubiera detenido o al menos se hubiera retardado considerablemente. El aumento de la población sobrepasaría la expansión de la producción. No hay necesidad de explayarse sobre los efectos de semejante estado da cosas.

Las ganancias y las pérdidas informan al empresario sobre lo que demandan los consumidores con más urgencia, y solamente las ganancias que van al bolsillo del empresario son las que la permiten ajustar sus actividades a la demanda de los consumidores.

Si se le expropian las ganancias, se ve imposibilitado de cumplir con las directivas dadas por los consumidores. Por consiguiente, s priva a la economía de mercado de su timón. Esta se convierte en un embrollo sin sentido.

La gente sólo puede consumir lo que se ha producido. El gran problema de nuestra época es precisamente éste: ¿Quién es el que debe decidir lo que se debe producir y consumir, la gente o el Estado, los consumidores mismos o un gobierno paternalista? Si uno decide a favor de los consumidores, elige la economía de mercado. Sí uno decide a favor del gobierno, elige el socialismo. No hay una tercera solución. La determinación del destino que se le debe dar a cada unidad de los diferentes factores de la producción no puede ser dividida.

La supremacía de los consumidores consiste en el poder que tienen éstos de otorgar el control de los factores materiales de la producción y por lo tanto la dirección de los procesos de producción a aquellos que los sirven de la manera más eficiente. Esto implica la desigualdad de riqueza y de ingresos. Si se quiere hacer desaparecer la desigualdad de riqueza y de ingresos se debe abandonar el capitalismo y adoptar el socialismo (la cuestión de si algún sistema socialista proporcionaría realmente la igualdad de ingresos, se debe dejar para un análisis del socialismo).

Pero, dicen los entusiastas de la política intermedia, nosotros no queremos abolir completamente la desigualdad, queremos solamente substituir un mayor grado de desigualdad por uno menor.

Esta gente considera la desigualdad como un mal. No afirman que un grado limitado de desigualdad, que puede ser determinado con exactitud por una decisión libre de cualquier arbitrariedad y prejuicios personales, es bueno y tiene que ser preservado incondicionalmente. Por el contrario, declaran que la desigualdad por si misma es mala, y simplemente afirman que en menor grado es menos perjudicial que en mayor grado, del mismo modo que una cantidad menor de veneno en el cuerpo de un hombre es menos nociva que una dosis más grande. Pero si es así, entonces lógicamente no hay en su doctrina un punto en el cual los esfuerzos hacia la igualación tendrían que detenerse. Es sólo una cuestión de apreciación personal, completamente arbitraria, diferente de acuerdo con el criterio de las distintas personas y que cambia con el transcurso del tiempo, juzgar si se ha llegado a un grado de desigualdad que se debe considerar como suficientemente bajo y más allá del cual no es necesario adoptar nuevas medidas hacia la igualación. Como estos campeones de la nivelación estiman a la confiscación y «redistribución» como una política que perjudica sólo a una minoría, a saber, aquellos que ellos consideran que son «demasiado» ricos, y que beneficia al resto la mayoría de la gente, no pueden oponer ningún argumento valedero contra aquellos que piden que se siga con esta política declarada como beneficiosa. Mientras quede algún margen de desigualdad, siempre habrá gente impulsada por la envidia, que presione a que se continúe con la política de igualación. No se puede oponer nada a su razonamiento: si la desigualdad de riqueza y de ingresos es un mal, no es necesario consentirla en ningún grado por más bajo que éste sea; la igualación no se debe detener antes de haber nivelado completamente la riqueza y los ingresos de todos los individuos.

La historia de las cargas impositivas impuestas a las ganancias, los ingresos, y las propiedades en todos los países, demuestra claramente que una vez que se adopta el principio e a igualación, no se llega a un punto donde se pueda frenar el progreso ulterior de la política de nivelación. Si en la época en que se adoptó la Enmienda Decimotercera de la Constitución norteamericana, alguien hubiera predicho que algunos años después la progresión del impuesto a los réditos iba a llegar a las alturas a que ha llegado hoy, los partidarios de la Enmienda lo hubieran creído loco. Se da por descontado que sólo una pequeña minoría del Congreso se opondrá seriamente a un nuevo aumento del elemento progresivo en las escalas de la tasa del impuesto, si semejante aumento fuera sugerido por e1 gobierno o por un congresista ansioso de mejorar sus probabilidades de reelección.

Pues, de acuerdo con el giro que toman las doctrinas que enseñan los seudo-economistas contemporáneos, salvo algunos pocos hombres razonables, todo el mundo cree que se está perjudicando por el simple hecho de que sus ingresos sean inferiores a los de otras personas y que no es una mala táctica la de confiscar esta diferencia.

No podemos engañarnos a nosotros mismos. Nuestra actual política impositiva se orienta hacia la nivelación completa de la riqueza y de los ingresos y por lo tanto hacia el socialismo. Esta tendencia sólo se puede invertir por el conocimiento del papel que desempeñan las ganancias y las pérdidas y la desigualdad resultante de riqueza e ingresos, en el funcionamiento de la economía de mercado. La gente debe comprender que la acumulación de riquezas producida por la conducción acertada de los negocios es el corolario del mejoramiento de su propio nivel de vida, y viceversa. Deben darse cuenta de que el gran volumen en los negocios no es un mal sino tanto la causa como el efecto del hecho de que ellos mismos disfruten de todos esos detalles agradables cuyo goce es lo que se conoce por «la manera de vivir americana».

Fuente: Centro de Estudios Económico-Sociales, CEES, Año: 3, Noviembre 1961 No. 31, Apto. Postal 652, Guatemala, Guatemala, correo electrónico: cees@cees.org.gt, http://www.cees.org.gt

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