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sábado, 22 de febrero de 2014

Documentos. LA INTELIGENCIA FRACASADA por José Antonio Marina.

Afirma José Antonio Marina que "son inteligentes las sociedades justas. Y estúpidas las injustas. Puesto que la inteligencia tiene como meta la felicidad –privada o pública–, todo fracaso de la inteligencia entraña desdicha. La desdicha privada es el dolor. La desdicha pública es el mal, es decir, la injusticia...". Interesante tema para debatir...
El texto, que se ofrece a continuación, es el capítulo VII del opúsculo titulado “La inteligencia fracasada (Teoría y práctica de la estupidez)”, publicado originalmente en Madrid durante el año 2004. Plantea este texto que así como hay sociedades inteligentes y sociedades estúpidas, por extensión puede decirse que hay universidades inteligentes y universidades estúpidas, siendo las últimas aquellas en las que “las creencias vigentes, los modos de resolver conflictos, los sistemas de evaluación y los modos de vida disminuyen las posibilidades de las inteligencias privadas”. Convencido de que la inteligencia creadora es el gran recurso de una sociedad, ha ofrecido muchas conferencias para denunciar el fracaso de algunas personas que, siendo inteligentes, incurren en conductas estúpidas.

1. Hasta ahora se ha tratado a la inteligencia como una facultad personal que puede vivir en régimen privado o en régimen público, pero sin salir de su ámbito individual. En el primer caso, su actividad se funda en evidencias privadas, se guía por valores privados y emprende metas también privadas. En el segundo, busca evidencias universales, se guía por valores objetivos, y emprende metas compartidas.

En ambos casos, se habla de una inteligencia individual, con su carné de identidad. Un pensador eremítico, aislado entre las breñas, puede buscar en su soledad verdades universales, es decir, está usando públicamente su inteligencia, aunque esté solo.

Aquí, en cambio, voy a hablar de la inteligencia social, la que emerge de los grupos, asociaciones o sociedades, la que nos permite hablar de sociedades inteligentes y sociedades estúpidas. La sociedad española dieciochesca que gritaba “Vivan las cadenas”, la sociedad francesa que aplaudió la furia bélica y codiciosa de Napoleón, la sociedad alemana que aclamó a Hitler y se dejó contagiar de sus desvaríos, y la sociedad industrial avanzada que está construyendo una economía que esquilma irreversiblemente la naturaleza o que impone un sistema que hace incompatible la vida laboral y la vida familiar o una globalización que aumenta la brecha entre países pobres y ricos, son ejemplos de fracasos de la inteligencia compartida.

Vayamos paso a paso. ¿Qué entiendo por inteligencia social, comunitaria, compartida, o como prefiera llamarla? No se trata de la inteligencia que se ocupa de las relaciones sociales, sino de la inteligencia que surge de ellas. Es, podríamos decir, una inteligencia conversacional. Cuando dos personas hablan, cada una aporta su saber, su capacidad, su brillantez, pero la conversación no es la suma de ambas. La interacción las aumenta o las deprime. Todos hemos experimentado que ciertas relaciones despiertan en nosotros mayor ánimo, se nos ocurren más cosas, desplegamos perspicacias insospechadas.

En otras ocasiones, por el contrario, salimos del trato con los humanos deprimidos, idiotizados. La conversación ha ido resbalando hacia la mediocridad, el cotilleo, la rutina. Nos ha empequeñecido a todos. Soy
el mismo en ambas ocasiones, pero una de ellas ha activado lo mejor que había en mí y otra lo peor. José Ortega y Gasset dijo una frase que ha tenido una fortuna de mediada, porque sólo se ha hecho popular una mitad y la otra pasó desapercibida. “Yo soy yo y mi circunstancia” es la mitad exitosa. “Y si no salvo mi circunstancia, no me salvo yo”, es la mitad más importante, pero olvidada.

La inteligencia social es un fenómeno emergente. He tomado la idea del mundo de la economía. Los especialistas anglosajones en management acuñaron hace años un concepto brillante –organizaciones que aprenden, learning organizations– que con el tiempo se ha revelado muy útil. Los japoneses prefieren hablar de organizaciones que crean conocimiento. Todos están de acuerdo en una cosa: hay empresas inteligentes y empresas estúpidas. Aquellas gestionan bien la información, detectan con rapidez los problemas, son capaces de resolverlos rápida y eficazmente, fomentan la creatividad
y alcanzan sus metas –crear valor corporativo– al mismo tiempo que ayudan a que todos los implicados –los stakeholders– logren las suyas. Las estúpidas pasan a engrosar el cementerio empresarial.

Las empresas inteligentes consiguen que un grupo de personas, tal vez no extraordinarias, alcancen resultados extraordinarios gracias al modo en que colaboran. Una organización inteligente es la que permite desarrollar y aprovechar los talentos individuales mediante una interacción estimulante y fructífera. Comienza a hablarse de “capital intelectual” como uno de los grandes activos económicos, más aún, como la única riqueza verdadera.

Me parece muy provechoso extender esta noción a todo tipo de organizaciones, grupos, instituciones o sociedades. Hay parejas inteligentes y parejas estúpidas, familias inteligentes y familias estúpidas, sociedades inteligentes y sociedades estúpidas. El criterio es siempre el mismo. Las agrupaciones inteligentes captan mejor la información, es decir, se ajustan mejor a la realidad, perciben antes los problemas, inventan soluciones eficaces y las ponen en práctica. Así pues, junto a la inteligencia personal (que puede usarse privada o públicamente) encontramos una inteligencia social, que también tiene sus fracasos y sus éxitos.

2. ¿Se puede hablar de “inteligencia social” sin caer en mitologías peligrosas como las que fabulan un espíritu de las naciones, de las razas o de las clases? No sólo es posible sino necesario. Para explicar lo que entiendo por inteligencia social utilizaré un ejemplo señero: el lenguaje, uno de los más fascinantes misterios de la sociedad. ¿Quién lo creó? ¿A quién se le ocurrió el formidable in vento del subjuntivo o del adverbio o de la voz pasiva?.

A nadie y a todos. Los lenguajes, como las culturas, son creaciones colectivas, panales de un enjambre muy particular, cada una de cuyas abejas es un sujeto independiente, que puede introducir pequeños o grandes cambios en la colmena. Una necesidad universal y ubicua –comunicarse– conduce a la invención de modos cada vez más eficaces de hacerlo, que son aceptados y afinados por la comunidad. La inteligencia social es una tupida red de interacciones entre sujetos inteligentes. Cada uno aporta sus capacidades y sus saberes, y resulta enriquecido o empobrecido por su relación con los demás. Es una gran conversación coral. Hay un tejemaneje interminable entre personajes distinguidos, personas pasivas, grupos revolucionarios, grupos rutinarios, ocurrencias individuales, ocurrencias colectivas, que configuran una creación mancomunada que depende de la colectividad pero que es in dependiente de cada uno de los miembros de la colectividad.

Reflexione usted sobre cómo se instaura una moda. Hay personajes influyentes –los creadores de tendencias, los medios de comunicación, los persuasores de todo tipo–, pero en último término la moda se basa en un indeterminado pero copioso número de decisiones más o menos libres. Nadie puede, por ejemplo, introducir una palabra en el lenguaje. A lo sumo puede inventar un término y proponer su uso, pero que se generalice depende de los demás. Hace años intenté que se aceptara la palabra “estoicón” para designar a los miembros de una pareja más estable que un ligue pero más provisional que un matrimonio. Me había basado en la expresión “Desde hace dos años, estoy con Fulanita o con Menganito”. El verbo “estar” siempre indica una situación más efímera que el verbo “ser”. Mi propuesta no triunfó y por ello no puedo alardear de haber inventado una palabra española, sino
sólo un vocablo privado, de uso personal.

La interacción de sujetos inteligentes produce un tipo nuevo de inteligencia –la inteligencia comunitaria o social– que produce sus propias creaciones: el lenguaje, las morales, las costumbres, las instituciones. No existe un espíritu de los pueblos o cosa semejante, sino un tupido tejer de agujas múltiples.

Los intercambios recurrentes, copiosos, indefinidos producen pautas estables. Hay un minucioso trabajo de invención, reflexión, crítica, reelaboración, contrastación, puesta a prueba, proselitismo, iteración, rechazo, vueltas atrás, utopías, reivindicaciones, condenas, inquisiciones, librepensadores, científicos, estúpidos, santos, malvados, gentes del común, víctimas, verdugos, que sufriendo bandazos con frecuencia sangrientos, gracias a la inclemente pedagogía del escarmiento y a la gloriosa del placer y la alegría, produce una consistente segunda realidad. Los teóricos que hablan de la construcción de la realidad, frecuentemente con exageración, se refieren a la obra de estos telares infinitos y anónimos.

3. ¿Cómo sabemos que una sociedad fracasa? Los seres humanos son intrínsecamente sociales. La sociedad, con sus ventajas y exigencias, con sus complejidades y riesgos, ha ido modelando, ampliando, cultivando el cerebro y el corazón humanos. Somos híbridos de neurología y cultura. El lenguaje y la libertad son creaciones sociales. Pero, además de esta inevitable índole social, los seres humanos conscientemente desean vivir en sociedad porque en ella descubren más posibilidades vitales. “Nadie se une para ser desdichado”, decían los filósofos de la Ilustración, y los revolucionarios de 1789 lo afirmaron alegremente en su constitución: “La meta de la sociedad es la felicidad común”. La ciudad, por utilizar un nombre clásico, es fuente de soluciones. El hombre solitario no puede sobrevivir. Buscando, pues, su felicidad privada el ser humano sein tegra en el espacio público, y esto tiene trascendentales consecuencias.

La primera es que debe coordinar sus metas, sus aspiraciones, sus conductas, con las metas, aspiraciones y conductas de los demás. Esta interacción continua es el fundamento de la inteligencia social, de la que depende el capital intelectual de una sociedad, sus recursos. Daré una fórmula sencilla, más que nada mnemotécnica, de los componentes de esta inteligencia:

Inteligencia social = inteligencias personales
                                 + sistemas de interacción pública
                                 + organización del poder.

Una sociedad de personas poco inteligentes, torpes, ignorantes, perezosas o sin capacidad crítica, no puede superar ningún test de inteligencia social. Pero tampoco podría hacerlo una sociedad compuesta sólo de genios egoístas o violentos. Es el uso público de la inteligencia privada lo que aumenta el capital intelectual de una comunidad.

Al convertirse en ciudadano, el individuo se instala en un ámbito nuevo –la ciudad– que no puede ser una mera agregación de mónadas cerradas, sino que es forzosamente un sistema de comunicación interminable, donde todos influyen sobre todos, para bien o para mal. Los sistemas de interacción pública también determinan en la inteligencia social. No es lo mismo una comunidad dialogante que una comunidad perpetuamente en gresca, una ciudad generosa que una ciudad mezquina. Por último, el mal gobierno puede despeñar a una sociedad por el abismo de la estupidez, lo cual es siempre trágico, por que pagan inocentes los desmanes del poderoso.

Todavía parece increíble lo que hizo Hitler con Alemania, Stalin con Rusia, Pol Pot con Camboya y, podríamos añadir, Alejandro Magno con Macedonia, Calígula con Roma, Napoleón con Francia, los papas del renacimiento con la Iglesia, etcétera, etcétera,
etcétera.

A los ciudadanos les interesa sobremanera que la ciudad disfrute de un gran capital intelectual, que tenga la inteligencia necesaria para resolver los problemas que afectan a todos. La historia de la Humanidad puede contarse como un esfuerzo por crear formas de convivencia más inteligentes y también, como es notorio, como la crónica de sus fracasos y de sus éxitos.

En las culturas arcaicas, la ciudad estaba por encima del ciudadano, al que exigía una sumisión ilimitada. Esta idea llega hasta el Estado totalitario del siglo pasado, que aceptado como fuente dispensadora de todos los derechos del individuo, podía arrebatárselos cuando quisiera. “El Estado lo es todo; el individuo, nada” es una aclamada máxima fascista. La inteligencia social fue rebelándose contra esta tiranía, defendiendo los derechos individuales previos al Estado, desintoxicándose de la sumisión. Apareció así la idea de la dignidad inviolable del individuo. Un logro tardío. ¿Cómo se llegó a esa invención? ¿De dónde sacó fuerza y consejo la inteligencia comunitaria para dar a luz una idea tan brillante? Pues de la inteligencia de sus ciudadanos. Estos se habían incorporado a la ciudad buscando mejores condiciones para alcanzar sus metas particulares, su felicidad en una palabra, y no podían consentir que la ciudad fuese una fuente de desdichas.

Trabajaron entonces para defenderse de la Ciudad tiránica, pero manteniéndose dentro de la Ciudad benefactora. La felicidad privada consiste en la armoniosa realización de las dos grandes motivaciones humanas: el bienestar y la ampliación de posibilidades. Pues bien, para ambas cosas pedimos ayuda a la ciudad, y la ciudad fracasa si no nos las proporciona.

Sociedades estúpidas son aquellas en que las creencias vigentes, los modos de resolver conflictos, los sistemas de evaluación y los modos de vida, disminuyen las posibilidades de las inteligencias privadas. Una sociedad embrutecida o encanallada produce es tos efectos. Y también una sociedad adictiva, como es la nuestra en opinión de los expertos. La vulnerabilidad a las adicciones es un fenómeno cultural. Arnold Washton, un conocido especialista, señala: “Más y más personas están comenzando a darse cuenta de que nuestra avidez nacional por los productos químicos es sólo un aspecto de un problema nacional de conductas adictivas: no únicamente el uso indebido de las drogas.”

He dicho frecuentemente que las drogas no son un problema, sino una mala solución a un problema. Washton escribe: “El hecho de que estemos buscando esas gratificaciones a través de la adicción nos revela algo sobre el contexto social en que esto está ocurriendo: colectivamente, se recurre a los elementos alteradores del estado de ánimo para satisfacer necesidades reales y legítimas que no son adecuadamente satisfechas dentro de la trama social, económica y espiritual de nuestra cultura.” Es una mezcla de “mentalidad del arreglo rápido” y de “sentimiento de impotencia”. Annie Gottlieb, en su estudio sobre la generación de los años sesenta titulado Do You Believe in Magic?, escribe:

“Es el legado más agridulce que le dejaron las drogas a nuestra generación: el deseo de “sobre volar” por encima de una vida llena de altibajos. Las drogas fueron como un helicóptero que nos depositara en el Himalaya para disfrutar de la vista, sin haber tenido que escalar. Esa experiencia nos dejó, durante años, con una avidez de éxtasis, una impaciencia por las cosas terrenas, una desconfianza en la eficacia del esfuerzo. A quienes tomaban un atajo hasta el mundo de la magia, les ha costado mucho aprender a tener paciencia, perseverancia y disciplina, a tolerar el exilio en el mundo común y corriente.”

No puedo eludir un problema. ¿La aceptación social garantiza la bondad de una solución? Rotundamente no. No es verdad que la mayoría tenga siempre razón ni que el pueblo no se equivoque nunca, como un discurso políticamente correcto dice con notoria frivolidad. Una sociedad resentida o envidiosa o fanática o racista puede equivocarse colectivamente, y, por el contrario, un hombre solo puede tener razón frente al mundo entero. Por eso, al hablar de éxito o fracaso de la inteligencia colectiva necesitamos apelar a algún criterio de evaluación. Le propongo el siguiente: Debemos conceder a la inteligencia social la máxima jerarquía cuando proponga formas de vida que un sujeto ilustrado y virtuoso, en pleno uso público de su inteligencia, tras aprovechar críticamente la información disponible, considera buenas.

Como habrá reconocido el lector avezado, es una propuesta estrictamente aristotélica, pero que incluye las propuestas de Rawls, Habermas y otros teóricos. No sonría al leer mi referencia a la virtud. ¿Qué otra cosa pedimos a un juez para poder confiar en él? La imparcialidad, la objetividad, el estudio minucioso de las circunstancias, la equidad, son virtudes, es decir, hábitos que perfeccionan el juicio. Pero si al final el último juez ha de ser una persona concreta, ¿por qué doy tanta importancia a la inteligencia colectiva? Porque la complejidad social impide que una inteligencia aislada pueda manejar toda la información necesaria. Las experiencias
personales, la variedad de las circunstancias, la comprobación práctica de la eficacia de las propuestas teóricas, son indispensables
para una justa solución de los problemas.

Me convenció de ello un racionalista tan estricto como Jacques Maritain, que después de intentar fundamentar los principios éticos acabó reconociendo que “el factor más importante en el progreso moral de la humanidad es el desarrollo experimental del conocimiento, que se registra al margen de los sistemas filosóficos”. La práctica es la definitiva corroboración de la teoría.

He dicho muchas veces que la Historia es el banco de pruebas de los sistemas normativos. Muchas creencias que fueron mayoritariamente aceptadas en su época acabaron siendo rechazadas tras una larga y con frecuencia terrible experiencia. Tenemos una sabiduría de escaldados. Podría multiplicar los ejemplos: la esclavitud, la discriminación de la mujer o de los negros, la ignorancia de los derechos de los niños, el carácter sagrado de los reyes, los estados confesionales y teocráticos, el proceso de inmunización a que se acogen los dogmatismos religiosos, la supremacía de la raza, el uso de la tortura como procedimiento judicial legítimo, y muchos otros. La vigencia de estas creencias disparatadas, erróneas o perversas es un gran fracaso de la inteligencia social.

Los fracasos de la sociedad, como los del individuo, pueden ser cognitivos, afectivos y operativos. Este capítulo sirve, por ello, como recordatorio de lo ya explicado.

4. Fracasos cognitivos. La inteligencia fracasa cognitivamente cuando mantiene creencias blindadas. Los prejuicios, la superstición, el dogmatismo y el fanatismo son fenómenos sociales antes que personales. Hay culturas que los fomentan y protegen. La intolerancia religiosa repite una y otra vez los mismos comportamientos. El débil reclama la libertad que le protege del tirano, pero si llega a ser poderoso se olvida de lo que antes pedía. Los cristianos, perseguidos cruelmente por el Sanedrín y por el Imperio, reclamaron tolerancia. A principios del siglo III, Tertuliano escribió: “Tanto por la ley humana como por la natural, cada uno es libre de adorar a quien quiera. La religión de un individuo no beneficia ni perjudica a nadie más que a él. Es contrario a la naturaleza de la religión imponerla por la fuerza.” Pero en el año 313 Constantino reconoció legalmente a los cristianos,
y un siglo después la Iglesia, contaminada por el poder, había admitido la persecución de los heterodoxos. Los emperadores romanos proscribieron el paganismo. Entonces cambiaron las tornas y a finales del siglo IV eran los paganos ilustres los que defendían la libertad de culto contra los que la defendían un siglo antes. “Uno itinere non potest perveniri ad tam grande secretum.” “¡No hay un solo camino”, exclamó Símaco en el senado romano en el año 384, “por el que los hombres puedan llegar al fondo de un misterio tan grande!” Pero ya habían perdido la vez.

El protestantismo repite el modelo. Lutero blande la libertad de conciencia, el libre examen, como arma devastadora contra la Iglesia. En peligro, a punto de recibir la bula de excomunión, defiende con toda contundencia la libertad religiosa: “No se debe obedecer a los príncipes cuando exigen sumisión a errores supersticiosos, del mismo modo que tampoco se debe pedir su ayuda para defender la palabra de Dios.” Pero unos años después, cuando se siente más fuerte, se olvida de lo dicho y pide ayuda a los príncipes, y los exhorta para vengarse sin piedad a los réprobos. Los luteranos persiguen implacablemente a los anabaptistas, que cuando les llegó el turno los persiguieron con el mismo afán, tras conseguir el poder en Münster. Lo mismo sucedió en el mundo musulmán. Aún se mantiene abierta la lucha entre chiíes y sunitas, y en algunos países, como Sudán, desde el gobierno musulmán se lleva a cabo una guerra de exterminio contra los cristianos. Todos estos sucesos son terribles fracasos de la inteligencia, encerrada en un fanatismo que, incapaz de aprender de la experiencia, repite una y otra vez las mismas brutalidades.

Podría escribir una historia de las culturas intoxicadas que recogiera las creencias falsas que han servido para legitimar situaciones injustas. Por ejemplo, la diferencia radical de los seres humanos, la radical separación de castas que todavía perdura en regiones de la India, la discriminación por razón de sexo o de raza. Ni siquiera Aristóteles, el gran educador ético de Europa, se libró de este tipo de creencias, pues afirmó que la esclavitud pertenecía al orden natural:

La naturaleza quiere incluso hacer diferentes los cuerpos de los esclavos y los de los libres; unos, fuertes para los trabajos necesarios;
otros, erguidos e inútiles para tales menesteres, pero útiles para la vida política- (Política, 1254b).

Las creencias sobre la homosexualidad proporcionan un dramático y actual caso de estudio. En 1936 Himmler promulgó un decreto que decía: “En nuestro juicio de la homosexualidad (síntoma de degeneración que podría destruir nuestra raza) hemos de volver al principio rector: el exterminio de los degenerados.” En consecuencia, dio orden de enviarlos a campos de nivel 3, es decir, a campos de exterminio. Según la iglesia luterana austríaca fueron asesinados más de doscientos mil. Pero la injusticia no terminó con la caída del régimen nazi. Después de la guerra se compensó generosamente a los supervivientes de los campos de concentración, excepto a los homosexuales, porque continuaban siendo legalmente “delincuentes” según la legislación alemana. Al menos hasta el año 2000 la homosexualidad masculina estaba castigada con pena de muerte en Afganistán, Pakistán, Chechenia, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Irán, Yemen, Mauritania y Sudán. La intolerancia es siempre un fracaso de la inteligencia, lo que no significa, sin embargo, que la tolerancia sea siempre un triunfo.

Me referiré ahora a creencias no tan sanguinarias pero que influyen decisivamente en la vida de las sociedades. Las ideas que una sociedad tiene acerca de lo que es la inteligencia y la libertad condicionan su modo de enfrentar se con los problemas. En Occidente, la mayor parte de las definiciones de inteligencia se centran en la habilidad cognitiva, cosa que no ocurre en otras culturas. Dasen comparó las creencias americanas con las de una tribu africana, los baoulé. Las dos sociedades concebían la inteligencia en términos de alfabetización, memoria y capacidad de procesar la información rápidamente, pero los baoulé consideraban que esas habilidades sólo adquirían significado cuando se aplicaban al bienestar de la comunidad. Los baoulé enfatizaban la inteligencia social, es decir, orientada a colaborar con otros y servir al grupo. Estoy de acuerdo con ellos.

La idea de libertad determina también la inteligencia de una sociedad. El gran Montesquieu dice en el libro XI, 2 de El espíritu de las leyes, refiriéndose a los moscovitas de la época de Pedro el Grande, que “por mucho tiempo han creído que la libertad consistía en el uso de llevar la barba larga”. Tal vez no hayamos progresado mucho. ¿Qué lugar debe ocupar la libertad en la jerarquía de valores? La glorificación de la libertad es una creación de Occidente. Otras culturas consideran más importantes otros valores como la paz, la concordia, la obediencia a la ley.

En Occidente ha prevalecido últimamente una creencia acerca de la libertad que augura muchos fracasos sociales, y que podría enunciarse así: Sólo es libre la acción espontánea. Es difícil negarse a esta evidencia, que, sin embargo, encierra una contradicción insostenible. Afirma una idea de libertad que anula la libertad. En efecto, si el comportamiento no es espontáneo, es coaccionado. El superego, la educación, las normas, el qué dirán o la moral del grupo, dirigen y anulan la libertad. El sujeto, por lo tanto, no es libre. Pero ocurre que si actúa espontáneamente, tampoco lo es, por que la espontaneidad es mera pulsión. Lo que llamamos naturalidad no es más que el determinismo de la naturaleza. La paradoja nos ha cazado: si quiero ser libre no puedo ser espontáneo, ni dejar de serlo. Esta falsa idea de libertad lleva a la conclusión de que sólo se es libre si se está absolutamente desvinculado de todo. Y esto es la negación de la inteligencia comunitaria. Su fracaso.

5. Fracasos afectivos. Las sociedades fomentan estilos afectivos diferentes, por ello hay culturas pacíficas y culturas belicosas, culturas egoístas y culturas solidarias. En Sexo y temperamento, Margaret Mead muestra dos modelos de afectividad social. Los arapesh son un pueblo cooperador y amistoso. Trabajan juntos, todos para todos. El beneficio propio parece detestable. “Sólo había una familia en el poblado”, cuenta la autora, “que demostraba apego por la tierra, y su actitud resultaba incomprensible para los demás.” Se caza para mandar la comida a otro. “El hombre que come lo que él mismo caza, aunque sea un pajarillo que no dé para más de un bocado, es el más bajo de la comunidad, y está tan lejos de todo límite moral que ni se
intenta razonar con él.”

Para los arapesh el mundo es un jardín que hay que cultivar. Mi alma de horticultor no puede dejar de conmoverse ante esta poética concepción del mundo. El deber de los niños y del ñame es crecer. El deber de todos los miembros de la tribu es hacer lo necesario para que los niños y el ñame crezcan. Cultivo de los niños, cultura del ñame, o al revés. Hombres y mujeres se entregan a tan maternal tarea con suave entusiasmo. Los niños son el centro de atención, la educación entera es educación sentimental. No hace falta que el niño aprenda cosas, pues lo importante es suscitar en él un sentimiento de confianza y seguridad. Hacerle bondadoso y plácido, eso es lo importante. Se le enseña a confiar en todo el mundo. Los niños pasan temporadas en casa de sus familiares, para que se acostumbren a pensar que el mundo está lleno de parientes.

A ciento sesenta kilómetros de los pacíficos arapesh viven los mundugumor, que han creado una cultura áspera, incómoda, malhumorada. Todo parece fastidiarles, lo que no es de extrañar, porque su organización fomenta un estado de cabreo perpetuo.

La relación con el sexo opuesto y la organización familiar están cuidadosamente diseñadas para provocar irremediables conflictos. La estructura básica de parentesco se llama rope y es una máquina perfecta de intrigas y odios. El padre y la madre encabezan familias distintas. El rope del padre está compuesto por sus hijas, sus nietos, sus bisnietas, sus tataranietos, es decir, una generación femenina y otra masculina. El rope mater no está contrapeado. Ambas familias se odian, no por casualidad, sino por los ritos de casamiento. Los mundugumor cambian una novia por una hermana, por lo que los hijos consideran a su padre un rival peligroso, que puede cambiar a sus hijas por unas esposas más jóvenes para él. En reciprocidad, los hijos son también un peligro para el padre, que ve su crecimiento como el crecimiento de unos enemigos. En cada choza mundugumor hay una esposa enfadada y unos hijos agresivos, listos para reclamar sus derechos y mantener en contra del padre sus pretensiones sobre las hijas, única moneda para comprar una novia. No es de extrañar que la noticia de un embarazo se reciba con disgusto. El padre sólo quiere hijas para ampliar su rope. La madre quiere hijos, por lo mismo. La educación de los niños es una minuciosa preparación para este mundo sin amor. No hay lugar para la tranquilidad o la alegría. Todos los mundugumor saben que por una u otra razón tendrán que pelear con su padre, con sus propios hermanos, con la familia de su mujer, con la propia mujer. Las niñas ya saben que serán el origen de las peleas. Ése será su dudoso privilegio.

Los estilos afectivos sociales condicionan la vida del individuo, ampliándola o disminuyéndola. El odio, la agresividad, la envidia, la impotencia, la soberbia, extravían a las sociedades. Según Fukuyama, en los años sesenta se produjo una gran ruptura social. Aumentó la delincuencia, se generalizaron las disoluciones familiares y disminuyó la confianza entre los ciudadanos. Estos tres fenómenos derivaban de un cambio más profundo, a saber, de una quiebra del capital social, de la inteligencia comunitaria, que por un cóctel tóxico de malas creencias y malos sentimientos acabó planteando más problemas de los que era capaz de resolver.

Las sociedades pueden encanallarse cuando se encierran en un hedonismo complaciente, y carecen de tres sentimientos básicos: compasión, respeto y admiración. Compadecer es sentirse afectado por el dolor de los demás, y es la base del comportamiento moral. Considerar la compasión como un sentimiento paternalista y humillante es una gigantesca corrupción afectiva. Cada vez que se grita “No quiero compasión sino justicia” se está olvidando que ha sido precisamente la compasión la que ha abierto el camino a la justicia. Respeto es el sentimiento adecuado ante lo valioso. Se trata de un sentimiento activo, que se prolonga en una acción de cuidado, protección y ayuda. Es, sobre todo, el sentimiento que capta y aprecia la dignidad del ser humano. Cuando desaparece se cae en la trivialización y en la tiranía del que-mas-dá.

Por último, la admiración es la valoración de la excelencia. Un igualitarismo mal entendido nos impide apreciar a los demás. “Nadie es más que nadie” es una afirmación estúpida por degradante. No es lo mismo el hombre que ayuda a los demás que el hombre que los tortura. No es lo mismo Hitler que Mandela. La carencia de admiración es un encanallamiento. Tenía razón Rousseau cuando se quejaba en una carta a D’Alembert: “Hoy, señor, no somos ya lo suficientemente grandes para saberos admirar.”

6. Fracasos operativos. La inteligencia social puede equivocarse en las metas. Por ejemplo, cuando crea mitologías a las que sacrifica los derechos individuales, la felicidad del ciudadano. La gloria nacional ha sido una de ellas. Colbert, ministro de Luis XIV, organizó eficazmente la economía francesa, pero su meta no era la prosperidad de los franceses, sino la financiación de las guerras expansivas del rey. Henri Guillemin, en su requisitoria contra Napoleón, escribe: “Necesitaba deslumbrar a la plebe republicana, a la que había reducido al silencio, con la gloire. No sólo a corto plazo sino constantemente. Era un buen procedimiento para que pensara en otra cosa y no en su situación real.” Cuando la Nación, la Raza, el Partido, la Iglesia, el Bien común, como abstracción, se yerguen como marco supremo, se agazapan tras unas mayúsculas amedrentadoras, acaban destruyendo a los ciudadanos.

Las sociedades pueden proponerse metas contradictorias. El régimen soviético intentó hacer compatible la estatización de la economía con su eficacia. No era posible. Los mecanismos del mercado permiten un
mejor aprovechamiento de la información y una asignación de recursos más productiva. Un fracaso en los sistemas ejecutivos puede darse por exceso o por defecto. El exceso es la tiranía, que en ocasiones es aceptada gustosamente por la sociedad, lo que supone un fracaso de su inteligencia. El miedo, por ejemplo, impulsa a esa abdicación de la libertad. El defecto es la anarquía, cuando quiebran todos los sistemas de control. Suele llevar a la tiranía por compensación. Heródoto cuenta que cuando moría el emperador de Persia se suspendían durante cinco días todas las leyes. Los desmanes sufridos durante ese paréntesis anárquico hacían que el pueblo anhelase la llegada de un nuevo emperador. La inteligencia, como he repetido tantas veces, culmina en la resolución de los problemas prácticos, en especial de los que se refieren a la felicidad personal y a la dignidad de la convivencia.

La convivencia humana ha planteado siempre problemas enconados que cada cultura ha intentado resolver a su manera. El valor de la vida, la propiedad de los bienes y su distribución, la sexualidad, la familia y la educación de los hijos, la organización del poder político, el trato a los débiles, ancianos o enfermos, el comportamiento con los extranjeros y la relación con los dioses han sido, son y probablemente serán los fundamentales.

Una evolución histórica agitada y feroz ha ido seleccionando los métodos mejores para resolver esta contienda inacabable. La inteligencia comunitaria, después de recorrer muchos laberintos, denomina “justicia” a la mejor solución de conflictos. Una cosa es terminar un problema y otro resolverlo. Un pleito por un prado se termina cuando uno de los con tendientes saca una escopeta y mata al otro. Se ha terminado, pero no se ha resuelto. Lo de “muerto el perro se acabó la rabia” no vale ni para los perros. Lo importante es que desaparezca el bacilo de la rabia. Un problema sólo se resuelve cuando se termina dejando a salvo los valores para la convivencia. De lo contrario, retoñará. El escritor israelita Amos Oz transcribe una conversación con un compatriota defensor de una política de fuerza. La tesis de este halcón es que para conseguir la deseada paz hay que destrozar al enemigo, como sea, incluso con armas nucleares, y que postergarlo sólo servirá para aumentar el sufrimiento: Estoy dispuesto a cumplir voluntariamente el trabajo sucio para el pueblo de Israel, a matar a los árabes que haga falta, a expulsarlos, perseguirlos, quemarlos, hacer nos odiosos... Hoy ya podríamos tener todo…esto detrás de nosotros, podríamos ser un pueblo normal con valores vegetarianos...y con un pasado levemente criminal: como todos. Como los ingleses y los franceses y los alemanes y los estadounidenses, que ya han olvidado lo que hicieron a los indios, a los australianos, que han aniquilado a casi todos los aborígenes, ¿quién no? ¿Qué tiene de malo ser un pueblo civilizado, respetable, con un pasado ligeramente criminal? Eso ocurre hasta en las mejores familias.

Tiene razón al decir que ésta ha sido la política aplica da a lo largo de la historia. En cada momento se terminó con el problema, pero no se solucionó nunca. Por eso la historia humana continúa siendo el libro de cuentas de un matadero, como siempre ha sido: este empecinamiento es un cruel fracaso de la inteligencia.

7. El triunfo de la inteligencia personal es la felicidad. El triunfo de la inteligencia social es la justicia. Ambas están unidas por parentescos casi olvidados. Hans Kelsen, uno de los grandes juristas del pasado siglo, los describió con claridad: “La búsqueda de la justicia es la eterna búsqueda de la felicidad humana. Es una felicidad que el hombre no puede encontrar por sí mismo, y por ello la busca en la sociedad. La justicia es la felicidad social, garantizada por el orden social.” La felicidad política es una condición imprescindible para la felicidad personal. Hemos de realizar nuestros proyectos más íntimos, como el de ser feliz, integrándolos en proyectos compartidos. Sólo los eremitas de todos los tiempos y confesiones han pretendido vivir su intimidad con total autosuficiencia. Han sido atletas de la desvinculación. De todo esto se desprende un colorario:

Son inteligentes las sociedades justas. Y estúpidas las injustas. Puesto que la inteligencia tiene como meta la felicidad –privada o pública–, todo fracaso de la inteligencia entraña desdicha. La desdicha privada es el dolor. La desdicha pública es el mal, es decir, la injusticia.

8. Una condición de la justicia es elegir bien el marco al que adjudica mayor jerarquía. Al final del capítulo anterior planteaba la cuestión de si debía ser el marco individual o el marco social el que ocupase ese lugar de preeminencia. La tensión entre individuo y sociedad es inevitable. El individuo, que acude a la ciudad para aumentar su libertad, vuelve a su casa cargado de deberes, lo que le produce cierta irritación. Creo que los grandes fracasos de la inteligencia social aparecen cuando no resuelve bien esta tensión.

El relativismo extremo arma una trampa social. Se ha extendido la idea de que es un síntoma de progresismo político, y que la equivalencia de todas las opiniones es el fundamento de la democracia, creencia absolutamente imbécil y contradictoria. Si todas las opiniones valen lo mismo, las creencias de los antidemócratas son tan válidas como las de los demócratas. De hecho, los neofascistas europeos se han apuntado al carro posmoderno. Escuche lo que dice Jean-Yves Gallou: “No existe una lógica universal que sea válida para todos los seres racionales. A todo sustrato étnico corresponde una lógica propia, una visión del mundo propia.” El relativismo cultural, que tan liberador parecía, acaba en el nazismo. Noam Chomsky, de cuya ejecutoria democrática y antiimperialista nadie dudará, ha denunciado vigorosamente el carácter reaccionario de esta aparente progresía: “Hoy día, los herederos de los intelectuales de izquierda buscan privar a los trabajadores de los instrumentos de emancipación, informándonos de que el proyecto de los enciclopedistas ha muerto, que debemos abandonar las ilusiones de la ciencia y de la racionalidad, un mensaje que llenará de gozo a los poderosos, encantados de monopolizar esos instrumentos para su propio uso.”

Todavía son un atentado más grave contra la inteligencia social las creencias desmoralizadoras. Las que niegan la necesidad o la posibilidad de ponernos de acuerdo sobre la idea de justicia. Estamos apresados entre los cuernos de una paradoja alumbrada por la historia de la moral occidental. Hemos puesto como valor supremo la autonomía personal, lo que debilita el poder de las normas universales, una de las cuales es el valor de la autonomía personal. El arroyo ciega la fuente de la que procede. Sófocles lo mostró ya en Antígona. La protagonista hace caso a su conciencia y se enfrenta a las leyes de la ciudad. El coro la increpa llamándola autonomós, que suena a reproche y no a elogio.

Ha sido arrastrada por su soberbia, prefiriendo su ley privada a la ley común. También se descubre el proceso paradójico en la historia del cristianismo. La doctrina eclesial de la responsabilidad personal acaba en el libre examen, que se convierte en una instancia contra la doctrina eclesial. En caso de enfrentamiento entre la norma moral establecida y mi conciencia moral, ésta debe prevalecer. Tal paradoja ha penetrado incluso en los sistemas legales. La objeción de conciencia es una paradoja jurídica. Una ley autoriza a que en ciertos casos se incumpla la ley.

La inteligencia social ha descubierto, pues, el valor de la libertad de conciencia, con lo que convierte a la propia conciencia en máximo tribunal del comportamiento. Esto es verdadero y disparatado, según se mire. Lo único que este derecho protege es la personal búsqueda de la verdad. La protege, ciertamente, pero también la exige.

En este momento, mi argumento cierra su círculo. Al hablar de la inteligencia personal había indicado que había un uso privado y un uso público. El privado buscaba evidencias privadas, se guiaba por valores privados y emprendía metas privadas. El uso público buscaba evidencias universales, se guiaba por valores objetivos y emprendía metas comunes. Pues bien, lo que nos dice la inteligencia comunitaria es que la justicia, que es su gran creación, exi ge un uso público de la inteligencia.

La libertad de conciencia sólo adquiere su legitimidad total cuando esa conciencia se compromete a buscar la verdad, a escuchar argumentos ajenos, atender a razones, y rendirse valientemente a la evidencia, aunque vaya en su contra. Es decir, a saltar por encima de los muros de su privacidad. Sin esta contrapartida, el derecho a la libertad de conciencia puede convertirse en protector de la obstinación y el fanatismo, grandes derrotas de la inteligencia, como ya hemos visto. El uso público de la inteligencia se propone salir del mundo de las evidencias privadas, donde puede emboscarse el capricho, la obcecación, o el egoís mo, para buscar el mundo de las evidencias universalizables que pueden compartir todos los seres humanos.

Necesitamos recuperar el mensaje de Antonio Machado: En mi soledad he visto cosas muy claras, que no son verdad.

9. El mundo actual, desgarrado por un choque de civilizaciones, necesita saber a qué atenerse en este asunto. Las creencias privadas son legítimas mientras no afecten a otras personas. En este caso, deben someterse a las evidencias universales. La importancia de aceptar este principio se pone de manifiesto con especial agudeza en los enfrentamientos religiosos. Aunque a estas alturas del libro el lector se encuentre agotado, debo exigirle un último es fuerzo de atención porque necesito explicarle algo sobre la verdad. Solemos decir que la verdad es la concordancia entre un pensamiento y la realidad, pero esta afirmación tan clara deja muchas cosas en la sombra. Prefiero definir la verdad como la manifestación evidente de un objeto. Le acompaña una certeza subjetiva.

El primer principio de una teoría del conocimiento es: “Lo que veo, lo veo.” Por ejemplo, que el sol se mueve en el cielo. Por desgracia, ese inexpugnable principio tiene que completarse con otro que le baja los humos: “Toda evidencia puede ser tachada por una evidencia más fuerte.” Es decir, la evidencia de que el sol se mueve en el cielo es tachada por una evidencia astronómica que nos dice que es la Tierra la que se mueve alrededor del sol.

Tengo que propinarle una definición: Entiendo por verdad la manifestación evidente de un objeto. Le acompaña la certeza subjetiva, y puede expresarse en un juicio, que llamaríamos “juicio verdadero”. Su fuerza depende del es tado de verificación en que se halle. Lo que llamamos ver dad científica no es más que la teoría mejor corroborada en un momento dado. Ahora, en física, es la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad. Mañana, ¿quién sabe? Por el rango de su corroboración tenemos que distinguir las verdades privadas, las verdades privadas colectivas y las verdades universales.

Verdades privadas son aquellas que por su objeto, por la experiencia en que se fundan, por la imposibilidad de universalizar la evidencia, quedan reducidas al mundo de una persona. Es privada también una verdad científica antes de que haya sido demostrada. Son, pues, verdades biográficas, no verdades reales, es decir, intersubjetivas. Por ejemplo, la confianza que tengo en una persona es una verdad privada que se funda en dos evidencias: estoy seguro de mi confianza, y estoy seguro de que la otra persona es de fiar.

Esto último puede manifestarse falso en la continuación de la experiencia, es decir, la verdad privada también puede falsarse, empleando el término de Popper. Lo que no se puede hacer es universalizarla, porque la experiencia en que se basa es privada. La vida va confirmando o rebatiendo una parte importante de nuestras verdades privadas, da igual que se trate de un amor o de una experiencia religiosa. Desde fuera del sujeto dichas verdades pueden no tener sentido, pero no pueden rebatirse. No puedo decir que quien dice que ha visto a Dios no le ha visto. Es el propio sujeto quien tiene que buscar las pruebas de su verdad, por honestidad o por puro interés, como los enamorados que pedían «pruebas» de su amor a la persona amada. Los demás sólo podemos decir que el estado de verificación de esta verdad es privado, y que desde el exterior sólo podemos considerarla como presunta verdad, mientras no entre en colisión con alguna verdad más fuerte. A veces, por ejemplo en el caso de las alucinaciones, se puede demostrar que esa evidencia es falsa, que no hay voces, ni personas, ni alimañas subiéndose por las sábanas, pero en otros casos tan sólo podemos abstenernos de juzgar.

Verdades privadas colectivas. Con esta expresión contradictoria designo las verdades privadas, es decir, que no pueden universalizarse, pero que son compartidas por una colectividad. Las creencias religiosas pertenecen a este tipo. Son verdades comunes, participadas, pero sólo por un grupo, cuyo consenso fortalece las fes particulares. La comunidad como corroboración social es uno de los gran des mecanismos que aseguran las certezas religiosas, por que producen un espejismo de verdad intersubjetiva. Son también un eficaz mecanismo para hacer naufragar la inteligencia social.

Verdades universales intersubjetivas, son aquellas evidencias suficientemente corroboradas, al alcance teórico de todas las personas (las evidencias de la física cuántica están teóricamente al alcance de todos, pero realmente sólo al alcance de los que estudien física), y sometidas a rigurosos criterios de verificación metódicamente precisados por la ciencia a lo largo de la historia, que permiten alcanzar una garantía que va más allá del mero consenso subjetivo. Una teoría no es verdadera porque la admitan los científicos, sino que los científicos la admiten porque la consideran verdadera. La ética puede alcanzar este esta do de verificación, aunque por caminos distintos a los que sigue la ciencia. Comienza en una experiencia afectiva, evaluativa, y sigue caminos metodológicamente distintos.

De lo dicho se puede deducir un “principio ético acerca de la verdad”: En todo lo que afecta a las relaciones entre seres huma nos, o a asuntos que impliquen a otra persona, una verdad privada –sea individual o colectiva– es de rango inferior a una verdad universal, en caso de que entren en conflicto.

Las religiones son verdades privadas, cuya corrobora ción interesa al sujeto que las está manteniendo, y que en el ámbito de la acción pública, por ejemplo en el comportamiento, tienen que someterse a las verdades éticas. Cosa que, por otra parte, han hecho o llevan camino de hacer todas las religiones. No pueden, por lo tanto, imponerse por la fuerza, pero tampoco pueden ser erradicadas por la fuerza, mientras permanezcan en el ámbito íntimo, y sus consecuencias no perjudiquen a nadie.

10. Aquí termina esta herborización de fracasos. La consecuencia es clara. Debemos anhelar el triunfo de la inteligencia, porque de ello depende nuestra felicidad privada y nuestra felicidad política. En aquellos asuntos que nos afectan a todos, la inteligencia comunitaria es el último marco de evaluación. Abre el campo de juego donde podremos desplegar nuestra inteligencia personal. Colaborará a nuestro bienestar y a la ampliación de nuestras posibilidades. La justicia –la bondad inteligente y poco sensiblera– aparece inequívocamente como la gran creación de la inteligencia. La maldad es el definitivo fracaso. 􀁀

Autor: José Antonio Marina, natural de Toledo (1939), filósofo, ensayista, educador y floricultor, es una de las más brillantes figuras del pensamiento fenomenológico español en nuestros días. Se ha esforzado por echar a andar una “movilización educativa” en el seno de la sociedad española, dirigida a provocar un cambio cultural capaz
de mejorar la educación de la nueva generación. La página web de la Universidad de Padres on-line encarna su proyecto pedagógico, según el cual la responsabilidad de la educación atañe a toda la sociedad, y no solo a los maestros. Ganador del premio Giner de los Ríos de Innovación Educativa y autor de muchos libros, entre ellos La recuperación de la autoridad (2009).

PANORAMA Liberal

Sábado 22 Febrero 2014

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